/ domingo 13 de junio de 2021

10 años de la reforma humanista

El 10 de junio de 2011 se promulgó por parte del Ejecutivo una de las reformas constitucionales más significativas en la historia moderna del sistema jurídico mexicano: la reforma en materia de derechos humanos. Esta inclusión, por demás progresista, puso a la persona como el eje medular del Estado. Incluso más, toda autoridad tiene la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar estos derechos y libertades.

Resultado del consenso y la voluntad política, la participación plural de la sociedad civil y organismos internacionales, así como también la sentencia condenatoria del caso Rosendo Radilla Pacheco dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra del Estado mexicano, surgió un nuevo paradigma. En México, independientemente de su nacionalidad, edad, género, origen étnico, condición social u orientación sexual, toda persona gozará del bagaje de derechos humanos reconocidos en el bloque de constitucionalidad, atendiendo siempre con su máxima y efectiva protección. Los derechos humanos, en consonancia, deben ser vistos desde una óptica de progresividad, interdependencia, indivisibilidad y universalidad.

Al amparo de un país democrático, los derechos humanos vienen a ser un buen indicativo del progreso de la sociedad. Más plural, pacífica y participativa. Involucrándose constantemente en la res publica. Donde se puedan ejercer a plenitud libertades y derechos sin menoscabo o discriminación, y con instituciones consolidadas en un Estado constitucional de Derecho que los proteja. Juezas y jueces formados y sensibilizados acerca de la trascendencia de la persona con un enfoque proteccionista y garante que no omita, por supuesto, el principio pro persona y la perspectiva de género. Los derechos humanos son también un límite al poder.

A diez años de esta reforma humanista tenemos la imperiosa necesidad de comprometernos todas y todos con la defensa de los derechos humanos. En el siglo XXI prevalecen aún actitudes machistas, racistas, clasistas, xenofóbicas, homofóbicas, que buscan constantemente actos de regresión para vulnerar a grupos minoritarios y excluidos que históricamente han luchado por sus derechos. Debemos entonces generar una cultura de derechos humanos que prevalezca sobre todo tipo de violencia o agenda regresiva; enarbolando principios como la igualdad sustantiva, la justicia, la libertad, la equidad, la paridad, la paz, la solidaridad, la inclusión y la tolerancia. El respeto a la persona es fundamental para la sana convivencia. A eso estamos llamados. Esa es la apuesta.

Un mínimo de Estado y un máximo de persona, como bien lo decía Jorge Luis Borges.

El 10 de junio de 2011 se promulgó por parte del Ejecutivo una de las reformas constitucionales más significativas en la historia moderna del sistema jurídico mexicano: la reforma en materia de derechos humanos. Esta inclusión, por demás progresista, puso a la persona como el eje medular del Estado. Incluso más, toda autoridad tiene la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar estos derechos y libertades.

Resultado del consenso y la voluntad política, la participación plural de la sociedad civil y organismos internacionales, así como también la sentencia condenatoria del caso Rosendo Radilla Pacheco dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra del Estado mexicano, surgió un nuevo paradigma. En México, independientemente de su nacionalidad, edad, género, origen étnico, condición social u orientación sexual, toda persona gozará del bagaje de derechos humanos reconocidos en el bloque de constitucionalidad, atendiendo siempre con su máxima y efectiva protección. Los derechos humanos, en consonancia, deben ser vistos desde una óptica de progresividad, interdependencia, indivisibilidad y universalidad.

Al amparo de un país democrático, los derechos humanos vienen a ser un buen indicativo del progreso de la sociedad. Más plural, pacífica y participativa. Involucrándose constantemente en la res publica. Donde se puedan ejercer a plenitud libertades y derechos sin menoscabo o discriminación, y con instituciones consolidadas en un Estado constitucional de Derecho que los proteja. Juezas y jueces formados y sensibilizados acerca de la trascendencia de la persona con un enfoque proteccionista y garante que no omita, por supuesto, el principio pro persona y la perspectiva de género. Los derechos humanos son también un límite al poder.

A diez años de esta reforma humanista tenemos la imperiosa necesidad de comprometernos todas y todos con la defensa de los derechos humanos. En el siglo XXI prevalecen aún actitudes machistas, racistas, clasistas, xenofóbicas, homofóbicas, que buscan constantemente actos de regresión para vulnerar a grupos minoritarios y excluidos que históricamente han luchado por sus derechos. Debemos entonces generar una cultura de derechos humanos que prevalezca sobre todo tipo de violencia o agenda regresiva; enarbolando principios como la igualdad sustantiva, la justicia, la libertad, la equidad, la paridad, la paz, la solidaridad, la inclusión y la tolerancia. El respeto a la persona es fundamental para la sana convivencia. A eso estamos llamados. Esa es la apuesta.

Un mínimo de Estado y un máximo de persona, como bien lo decía Jorge Luis Borges.