/ martes 15 de marzo de 2022

Cultura de seguros

En Latinoamérica, la cultura en la contratación de seguros resulta ser sumamente escasa. En México, ante las constantes crisis económicas, la desigualdad de ingresos, el bajo porcentaje de ahorro y la desconfianza, sólo 20.1 millones de habitantes adultos y económicamente activos (15.7%), cuentan con un seguro de vida o de daños, según información de la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera de 2018, elaborada por la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) y el INEGI.

De entre las múltiples razones que orillan a los mexicanos a optar por no contratar cualquier tipo de seguro, resaltan las concernientes a los altos costos en las pólizas, la desconfianza respecto a las compañías de seguros y, sobre todo, el desconocimiento de los servicios financieros y su instrumentación.

Sin lugar a dudas, el contrato de seguro es un instrumento que, como cualquier otra operación que da origen a la manifestación y pacto entre una o más voluntades – asegurado(s) y aseguradora(s) –, puede presentar errores técnicos, legales o financieros que dificultan su debida aplicación, máxime que se trata de un contrato de adhesión del que poco o nada puede modificar el consumidor. Lo anterior, es notoriamente visible en la percepción de los consumidores sobre las aseguradoras, pues en gran medida, suele ser negativa, por los obstáculos que las propias compañías colocan para sus asegurados, que pareciera, lo último que quieren es cumplir su obligación de indemnizarlos de acuerdo a lo pactado en la póliza del seguro una vez que se ha verificado el siniestro. Y es que se justifican en el índice de fraudes que se realizan a través del cobro de seguros, situación que ubica a las aseguradoras en una posición poco amistosa hacia sus asegurados, cuyos intereses económicos tienden por superar sus valores éticos.

Ahora que nos tocó vivir una pandemia, quedó de manifiesto la precaria educación financiera que permea en el país y la innegable necesidad de contar con un seguro que responda, incluso, ante eventos o fenómenos que con anterioridad podían resultar impensables o imposibles de suceder. El reto es mayúsculo e implica tomar en cuenta un considerable número de condiciones y variables económicas. En general, el mexicano no invierte en seguros bajo la premisa de que “eso no me pasará a mi”, o, porque la oferta habitual de éstos es, preocupantemente, limitada, al grado de que la conciencia colectiva ignora muchos de los riesgos a los que se enfrentan las personas en su vida personal o profesional.

La cultura de seguros debe, necesariamente, alcanzar a todas las partes involucradas: las instituciones de seguros, los agentes, gestores externos y asegurados. No sólo porque de la cadena de contratación, el más afectado suele ser el asegurado, sino porque además se trata de la integración de una educación financiera basada en la prevención, cuyo impacto real trasciende al Producto Interno Bruto del país.

En Latinoamérica, la cultura en la contratación de seguros resulta ser sumamente escasa. En México, ante las constantes crisis económicas, la desigualdad de ingresos, el bajo porcentaje de ahorro y la desconfianza, sólo 20.1 millones de habitantes adultos y económicamente activos (15.7%), cuentan con un seguro de vida o de daños, según información de la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera de 2018, elaborada por la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) y el INEGI.

De entre las múltiples razones que orillan a los mexicanos a optar por no contratar cualquier tipo de seguro, resaltan las concernientes a los altos costos en las pólizas, la desconfianza respecto a las compañías de seguros y, sobre todo, el desconocimiento de los servicios financieros y su instrumentación.

Sin lugar a dudas, el contrato de seguro es un instrumento que, como cualquier otra operación que da origen a la manifestación y pacto entre una o más voluntades – asegurado(s) y aseguradora(s) –, puede presentar errores técnicos, legales o financieros que dificultan su debida aplicación, máxime que se trata de un contrato de adhesión del que poco o nada puede modificar el consumidor. Lo anterior, es notoriamente visible en la percepción de los consumidores sobre las aseguradoras, pues en gran medida, suele ser negativa, por los obstáculos que las propias compañías colocan para sus asegurados, que pareciera, lo último que quieren es cumplir su obligación de indemnizarlos de acuerdo a lo pactado en la póliza del seguro una vez que se ha verificado el siniestro. Y es que se justifican en el índice de fraudes que se realizan a través del cobro de seguros, situación que ubica a las aseguradoras en una posición poco amistosa hacia sus asegurados, cuyos intereses económicos tienden por superar sus valores éticos.

Ahora que nos tocó vivir una pandemia, quedó de manifiesto la precaria educación financiera que permea en el país y la innegable necesidad de contar con un seguro que responda, incluso, ante eventos o fenómenos que con anterioridad podían resultar impensables o imposibles de suceder. El reto es mayúsculo e implica tomar en cuenta un considerable número de condiciones y variables económicas. En general, el mexicano no invierte en seguros bajo la premisa de que “eso no me pasará a mi”, o, porque la oferta habitual de éstos es, preocupantemente, limitada, al grado de que la conciencia colectiva ignora muchos de los riesgos a los que se enfrentan las personas en su vida personal o profesional.

La cultura de seguros debe, necesariamente, alcanzar a todas las partes involucradas: las instituciones de seguros, los agentes, gestores externos y asegurados. No sólo porque de la cadena de contratación, el más afectado suele ser el asegurado, sino porque además se trata de la integración de una educación financiera basada en la prevención, cuyo impacto real trasciende al Producto Interno Bruto del país.