/ miércoles 31 de julio de 2019

De criminales confiscaciones

Dicen que quien no conoce la historia de la humanidad está condenado a repetir los errores ya cometidos por otros. Particularmente es altamente ilustrativo descubrir la de la Antigua Roma. Ese famoso imperio tiene nada más diez siglos de enseñanzas para la posteridad. Me referiré ahora a una biografía ya conocida que nos puede dar luz sobre las nefastas consecuencias de hacerse realidad esa intención intermitente de nuestra ignara clase política relacionada con hacerse del poder absoluto del Estado.

Tiberio fue el emperador que sucedió al más grande e inigualable político romano y primer emperador: César Augusto. Según los conocedores, Tiberio no estaba preparado ni tenía la estatura para asumir tan grandísimo cargo, ni en lo personal, ni en lo político, ni en lo militar, ni mucho menos en lo administrativo, habiéndole llegado tal encomienda sólo por voluntad única de su antecesor. Debido a su falta de liderazgo y enanismo ontológico, que no físico, al poco tiempo de haber asumido el poder, el imperio empezó a tener dificultades económicas, el tesoro ya no alcanzaba ni para pagar los salarios de los militares, lo que conllevaba el riesgo de una rebelión castrense en su contra. Ante tales adversas circunstancias, a Tiberio se le ocurre revivir y aplicar una ley antigua, la Lex Maiestatis, que castigaba con la muerte y la confiscación de bienes a quienes fueran acusados del delito de traición en contra del gobierno (Maiestatis Crimen). Este delito se podía cometer de varias maneras, entre las que incluían el observar conductas o actos que estuvieran en contra de la autoridad del emperador, en cualquier forma. Durante esta negra época, se incentivó la actividad de informantes o delatores, quienes acusaban sin fundamento a adinerados ciudadanos romanos de cometer el delito en comento a cambio de recibir algún porcentaje de los bienes que se les decomisaba. Como es de suponer, hubo cientos o miles de juicios injustos e ilegales, con lo que Tiberio no sólo se hizo de incontables recursos económicos, sino que aprovechó además para deshacerse de sus enemigos políticos.

Y ahora me requerirá el lector, justificadamente, que a qué viene esta cantaleta, pues esa historia, ya pasó y qué enseñanzas podríamos extraer de ella. Pues contestaré que esa historia no ha pasado, sino que está a punto de repetirse en la llamada Novísima Ciudad de México, pues ha llegado la noticia cierta de que se pretende aprobar, en aquéllos lares, una ley que castiga con la confiscación de bienes el hecho de que el propietario de un bien inmueble viole un sello de una clausura administrativa que se le haya impuesto, como pudiera ser la de una clausura de una obra de construcción, de algún espectacular, o hasta de un comercio o restaurant. Es decir, se pretende que cuando se actualice el tipo de penal de violación de sellos, se pueda confiscar en favor del Estado la propiedad relacionada. Esto simple y llanamente consiste en aplicar las consecuencias de lo que se denomina como extinción de dominio, que es una institución penal, a un asunto de origen y naturaleza administrativo. Recordemos que esta figura jurídica, la de extinción de dominio, nace como una sanción extrema en los supuestos de delincuencia organizada, donde se presupone la existencia de conductas altamente criminales que dañan seriamente los más preciados bienes jurídicos de la sociedad, por lo que se requieren sanciones ejemplares y eficaces para su combate.

Es hasta de sentido común el considerar que esta absurda pretensión legislativa en la capital de la República, viola de manera flagrante, per se, varios derechos humanos, como podrían ser la de prohibición de penas inusitadas o trascendentes, el derecho a la propiedad privada, la garantía de seguridad jurídica, el derecho a la inviolabilidad del domicilio, la prohibición de sanciones confiscatorias, y hasta se puede deducir que una disposición legal de tal aberración sería una prueba irrefutable de que se ha instalado formalmente un Estado antidemocrático y fascistoide. No creo que sean exageraciones proverbiales propias de la exaltación conceptual de un despistado teórico de las más rancias conspiraciones. También se podrá decir, como ya se ha dicho, que esta infame pretensión sea producto y consecuencia de las ignorancias supinas y permanentes que caracterizan a nuestros intentos de políticos nacionales.

Así las cosas allá, como en la Roma Antigua.

Dicen que quien no conoce la historia de la humanidad está condenado a repetir los errores ya cometidos por otros. Particularmente es altamente ilustrativo descubrir la de la Antigua Roma. Ese famoso imperio tiene nada más diez siglos de enseñanzas para la posteridad. Me referiré ahora a una biografía ya conocida que nos puede dar luz sobre las nefastas consecuencias de hacerse realidad esa intención intermitente de nuestra ignara clase política relacionada con hacerse del poder absoluto del Estado.

Tiberio fue el emperador que sucedió al más grande e inigualable político romano y primer emperador: César Augusto. Según los conocedores, Tiberio no estaba preparado ni tenía la estatura para asumir tan grandísimo cargo, ni en lo personal, ni en lo político, ni en lo militar, ni mucho menos en lo administrativo, habiéndole llegado tal encomienda sólo por voluntad única de su antecesor. Debido a su falta de liderazgo y enanismo ontológico, que no físico, al poco tiempo de haber asumido el poder, el imperio empezó a tener dificultades económicas, el tesoro ya no alcanzaba ni para pagar los salarios de los militares, lo que conllevaba el riesgo de una rebelión castrense en su contra. Ante tales adversas circunstancias, a Tiberio se le ocurre revivir y aplicar una ley antigua, la Lex Maiestatis, que castigaba con la muerte y la confiscación de bienes a quienes fueran acusados del delito de traición en contra del gobierno (Maiestatis Crimen). Este delito se podía cometer de varias maneras, entre las que incluían el observar conductas o actos que estuvieran en contra de la autoridad del emperador, en cualquier forma. Durante esta negra época, se incentivó la actividad de informantes o delatores, quienes acusaban sin fundamento a adinerados ciudadanos romanos de cometer el delito en comento a cambio de recibir algún porcentaje de los bienes que se les decomisaba. Como es de suponer, hubo cientos o miles de juicios injustos e ilegales, con lo que Tiberio no sólo se hizo de incontables recursos económicos, sino que aprovechó además para deshacerse de sus enemigos políticos.

Y ahora me requerirá el lector, justificadamente, que a qué viene esta cantaleta, pues esa historia, ya pasó y qué enseñanzas podríamos extraer de ella. Pues contestaré que esa historia no ha pasado, sino que está a punto de repetirse en la llamada Novísima Ciudad de México, pues ha llegado la noticia cierta de que se pretende aprobar, en aquéllos lares, una ley que castiga con la confiscación de bienes el hecho de que el propietario de un bien inmueble viole un sello de una clausura administrativa que se le haya impuesto, como pudiera ser la de una clausura de una obra de construcción, de algún espectacular, o hasta de un comercio o restaurant. Es decir, se pretende que cuando se actualice el tipo de penal de violación de sellos, se pueda confiscar en favor del Estado la propiedad relacionada. Esto simple y llanamente consiste en aplicar las consecuencias de lo que se denomina como extinción de dominio, que es una institución penal, a un asunto de origen y naturaleza administrativo. Recordemos que esta figura jurídica, la de extinción de dominio, nace como una sanción extrema en los supuestos de delincuencia organizada, donde se presupone la existencia de conductas altamente criminales que dañan seriamente los más preciados bienes jurídicos de la sociedad, por lo que se requieren sanciones ejemplares y eficaces para su combate.

Es hasta de sentido común el considerar que esta absurda pretensión legislativa en la capital de la República, viola de manera flagrante, per se, varios derechos humanos, como podrían ser la de prohibición de penas inusitadas o trascendentes, el derecho a la propiedad privada, la garantía de seguridad jurídica, el derecho a la inviolabilidad del domicilio, la prohibición de sanciones confiscatorias, y hasta se puede deducir que una disposición legal de tal aberración sería una prueba irrefutable de que se ha instalado formalmente un Estado antidemocrático y fascistoide. No creo que sean exageraciones proverbiales propias de la exaltación conceptual de un despistado teórico de las más rancias conspiraciones. También se podrá decir, como ya se ha dicho, que esta infame pretensión sea producto y consecuencia de las ignorancias supinas y permanentes que caracterizan a nuestros intentos de políticos nacionales.

Así las cosas allá, como en la Roma Antigua.