/ miércoles 5 de agosto de 2020

De dictaduras penales

Este tema ya lo hemos abordado anteriormente, y lo seguiremos abordando. Cuantas veces sea necesario. Pues lo que observamos cotidianamente, para adelantar conclusiones, es que en nuestro país, o en algunos lugares, pareciera que vamos directo y sin retorno hacia el establecimiento de una dictadura en materia de derecho penal.

Cuando el derecho regula una conducta humana lo puede hacer de varias formas. Una de ellas es estableciendo sanciones para cierto tipo de comportamientos. Por ejemplo: quien se pase un alto en una vialidad, se impone una multa. Al marido que no provea alimentos a sus hijos, se puede hacer acreedor a que se le embargue y utilice el producto se su trabajo para satisfacer esa necesidad alimentaria. Al homicida, se le pueden imponer años de cárcel, y, en algunos países, hasta la propia muerte. Y así.

De entre todas las sanciones que impone el derecho, las de naturaleza penal son las que más transgreden la ontología individual: privación de la libertad, de la vida o de las propiedades, por señalar algunas. Para evitar que el derecho penal se convierta en un instrumento de represión totalitaria por parte del Estado, se ha establecido en todas las constituciones de países democráticos lo que se llama el principio de la mínima intervención en materia criminal. Este principio establece la necesidad de restringir al máximo la actuación de la ley penal, es decir, que el poder sancionador del Estado en esta materia no debe actuar cuando existen otros medios que sean efectivos para la protección de los principios y normas más importantes que rigen la convivencia social; esto es un límite al ius punendi que establece la necesidad de dirigir el poder sancionador solamente hacia los daños gravísimos a bienes jurídicos muy importantes (la vida, la libertad, la propiedad), y actuar sólo en aquéllos casos donde las demás herramientas administrativas, educativas, sociales, religiosas, etcétera, no hayan sido efectivas para reprimir las conductas lesivas. Es decir, la intervención del derecho penal en la vida social debe reducirse al mínimo posible.

Toda esta cantaleta viene a colación por las recientes reformas que se aprobaron al Código Penal de la Ciudad de México, en donde se tipifica como delito “los tratamientos, terapias, servicios o actividades que pretendan corregir la orientación sexual, identidad sexual, identidad de género y expresión de género”. Es decir, que si un profesionista (médico, psicólogo, psiquiatra) da terapia a alguien para ayudarlo (a petición de ese alguien) a reorientar sus preferencias sexuales, ser irá a la cárcel hasta por cinco años.

La verdad siempre que nos enteramos de estos adefesios legales caemos de plano en una estupefacción existencial provocada por tan absurdas y risibles imbecilidades jurídicas. Preguntamos: ¿cuál es el bien jurídico fundamental que se vulnera con tal conducta? ¿cuál es el daño social trascendente que causa tan demoniaco proceder? ¿los profesionistas de la salud que practican estas terapias son criminales malévolos hijos del mismísimo Satanás? ¿es justo y propio de un Estado democrático tratar a estos profesionistas en el mismo rango que a un violador, secuestrador u homicida? ¿de verdad merece prisión alguien que sugiera a una persona irse por una vía sexual, sea esta cóncava o convexa?

No nos extraña esta sandez legislativa, pues en la CDMX también ya es delito, si mi memoria no me falla, proferir un piropo (por muy respetuoso que éste sea) a una mujer, mirar “lascivamente” a una fémina, o bien, recordaremos que se pretendió calificar como delincuencia organizada el que un propietario de un inmueble violara sellos de clausura de un establecimiento o construcción.

Si siguen así por allá, penalizando toda la actividad humana, llegará el día que la propia existencia terrenal será un crimen inconfesable.

Este tema ya lo hemos abordado anteriormente, y lo seguiremos abordando. Cuantas veces sea necesario. Pues lo que observamos cotidianamente, para adelantar conclusiones, es que en nuestro país, o en algunos lugares, pareciera que vamos directo y sin retorno hacia el establecimiento de una dictadura en materia de derecho penal.

Cuando el derecho regula una conducta humana lo puede hacer de varias formas. Una de ellas es estableciendo sanciones para cierto tipo de comportamientos. Por ejemplo: quien se pase un alto en una vialidad, se impone una multa. Al marido que no provea alimentos a sus hijos, se puede hacer acreedor a que se le embargue y utilice el producto se su trabajo para satisfacer esa necesidad alimentaria. Al homicida, se le pueden imponer años de cárcel, y, en algunos países, hasta la propia muerte. Y así.

De entre todas las sanciones que impone el derecho, las de naturaleza penal son las que más transgreden la ontología individual: privación de la libertad, de la vida o de las propiedades, por señalar algunas. Para evitar que el derecho penal se convierta en un instrumento de represión totalitaria por parte del Estado, se ha establecido en todas las constituciones de países democráticos lo que se llama el principio de la mínima intervención en materia criminal. Este principio establece la necesidad de restringir al máximo la actuación de la ley penal, es decir, que el poder sancionador del Estado en esta materia no debe actuar cuando existen otros medios que sean efectivos para la protección de los principios y normas más importantes que rigen la convivencia social; esto es un límite al ius punendi que establece la necesidad de dirigir el poder sancionador solamente hacia los daños gravísimos a bienes jurídicos muy importantes (la vida, la libertad, la propiedad), y actuar sólo en aquéllos casos donde las demás herramientas administrativas, educativas, sociales, religiosas, etcétera, no hayan sido efectivas para reprimir las conductas lesivas. Es decir, la intervención del derecho penal en la vida social debe reducirse al mínimo posible.

Toda esta cantaleta viene a colación por las recientes reformas que se aprobaron al Código Penal de la Ciudad de México, en donde se tipifica como delito “los tratamientos, terapias, servicios o actividades que pretendan corregir la orientación sexual, identidad sexual, identidad de género y expresión de género”. Es decir, que si un profesionista (médico, psicólogo, psiquiatra) da terapia a alguien para ayudarlo (a petición de ese alguien) a reorientar sus preferencias sexuales, ser irá a la cárcel hasta por cinco años.

La verdad siempre que nos enteramos de estos adefesios legales caemos de plano en una estupefacción existencial provocada por tan absurdas y risibles imbecilidades jurídicas. Preguntamos: ¿cuál es el bien jurídico fundamental que se vulnera con tal conducta? ¿cuál es el daño social trascendente que causa tan demoniaco proceder? ¿los profesionistas de la salud que practican estas terapias son criminales malévolos hijos del mismísimo Satanás? ¿es justo y propio de un Estado democrático tratar a estos profesionistas en el mismo rango que a un violador, secuestrador u homicida? ¿de verdad merece prisión alguien que sugiera a una persona irse por una vía sexual, sea esta cóncava o convexa?

No nos extraña esta sandez legislativa, pues en la CDMX también ya es delito, si mi memoria no me falla, proferir un piropo (por muy respetuoso que éste sea) a una mujer, mirar “lascivamente” a una fémina, o bien, recordaremos que se pretendió calificar como delincuencia organizada el que un propietario de un inmueble violara sellos de clausura de un establecimiento o construcción.

Si siguen así por allá, penalizando toda la actividad humana, llegará el día que la propia existencia terrenal será un crimen inconfesable.