/ martes 25 de agosto de 2020

De embustes legislativos

Ya sabemos que en todas las sociedades contemporáneas existen una serie de reglas de acatamiento obligatorio y que quien se encarga de que se cumplan es el Estado. Esas normas de observancia general se plasman en leyes, emitidas por una rama del poder público que se denomina Legislativo, cuya integración es a cargo de diputados y senadores, electos, éstos, por el pueblo.

Toda colectividad debe regir su conducta de conformidad con esas pautas de comportamiento, pues de otra forma, la vida en sociedad no sería posible. Allí tenemos, a guisa de ejemplo, la prohibición de privar de la vida a alguien, pues no podemos imaginar un país donde cada quien asesinara al primero que se le ocurriera. La prohibición de robar, de violentar la libertad sexual, de pasarse semáforos y tantas y tantas otras. Cuando un sujeto viola estas pautas se convierte en un ser antisocial, pues trasgrede los valores compartidos por la mayor parte de los miembros de esa cultura particular.

Para que las normas jurídicas sean útiles en una época y lugar determinado deben estar acordes con la idiosincracia de un pueblo y, además, ser efectivamente acatadas por ese conjunto de personas. De otra forma, las leyes se convierten en inútiles e inadecuadas. A nadie se le puede ocurrir en este momento (aunque ya ocurrió aquí), por ejemplo, prohibir a las mujeres usar minifalda, o bien, vedar el consumo de alcohol en los mayores de edad, pues en la civilización actual es adecuado y pertinente vestirse como se quiera y permitir que el individuo busque su felicidad ingiriendo bebidas de manera razonable y responsable, dejándole la responsabilidad última en su salud personal.

Por lo anterior, llama poderosamente la atención una tendencia legislativa reciente (comenzando en el Congreso de Oaxaca) a emitir en los Estados leyes que prohíben la distribución, donación, regalo, venta y suministro de bebidas azucaradas y alimentos envasados de alto contenido calórico a menores de edad, pretendiendo que con esa medida, nuestros ínclitos intentos de legisladores, van a contribuir a mejorar la salud de la niñez mexicana. Nada más alejado de la realidad.

En primer lugar, llama la atención que estos leguleyos se hubiesen concentrado en la veda de “bebidas azucaradas” y “alimentos envasados”, exclusivamente, pues ello denota una tendencia mezquina a tratar de culpar puntualmente a la gran industria alimentaria de nuestros males mórbidos, y que si bien se le puede imputar responsabilidad, no es la única. ¿Porqué no se prohibieron los tamales, los chicharrones de puerco y puerca, el atole, el pozole, los churritos, frituras al granel, los dulces de leche, las calaveritas de azúcar, y tantos y tantos otros antojitos que, cuantitativamente, pueden tener hasta más calorías que los alimentos satanizados?

Luego, estos representantes populares piensan que cambiando las leyes van a cambiar la realidad, cuando en el caso que nos ocupa, las causas de la obesidad infantil y general son variadas: la educación, la cultura, la pobreza, los malos hábitos en el comer, la falta de ejercicio, y otros tantos etcéteras.

Finalmente, y aunque hay otras razones para renegar de tan disparatada iniciativa, lo único que se va a provocar con esa prohibición es el aumento de los precios de esos productos y el fomento a la cultura de la corrupción, pues siempre va a existir un menor, con dinero en la bolsa, que pueda sobornar al amigo mayor o al tendero de la esquina para que le suministre, por un módico porcentaje adicional, el antojito que quiera; como sucedió hace pocos ayeres, cuando se implementaron los llamados “fines de semana secos”, y se proscribía por 48 horas exactas, comenzando el viernes y concluyendo el domingo en la noche, la venta de bebidas alcohólicas, dizque con el propósito de fomentar valores familiares y contribuir a la disminución de los índices de alcoholismo, y donde pude constatar de viva voz y de cuerpo presente, la frase inmortal del cantinero de mi pueblo, Don Brígido, que decía: “nomás no traga vino el que no trae dinero”.

Ya sabemos que en todas las sociedades contemporáneas existen una serie de reglas de acatamiento obligatorio y que quien se encarga de que se cumplan es el Estado. Esas normas de observancia general se plasman en leyes, emitidas por una rama del poder público que se denomina Legislativo, cuya integración es a cargo de diputados y senadores, electos, éstos, por el pueblo.

Toda colectividad debe regir su conducta de conformidad con esas pautas de comportamiento, pues de otra forma, la vida en sociedad no sería posible. Allí tenemos, a guisa de ejemplo, la prohibición de privar de la vida a alguien, pues no podemos imaginar un país donde cada quien asesinara al primero que se le ocurriera. La prohibición de robar, de violentar la libertad sexual, de pasarse semáforos y tantas y tantas otras. Cuando un sujeto viola estas pautas se convierte en un ser antisocial, pues trasgrede los valores compartidos por la mayor parte de los miembros de esa cultura particular.

Para que las normas jurídicas sean útiles en una época y lugar determinado deben estar acordes con la idiosincracia de un pueblo y, además, ser efectivamente acatadas por ese conjunto de personas. De otra forma, las leyes se convierten en inútiles e inadecuadas. A nadie se le puede ocurrir en este momento (aunque ya ocurrió aquí), por ejemplo, prohibir a las mujeres usar minifalda, o bien, vedar el consumo de alcohol en los mayores de edad, pues en la civilización actual es adecuado y pertinente vestirse como se quiera y permitir que el individuo busque su felicidad ingiriendo bebidas de manera razonable y responsable, dejándole la responsabilidad última en su salud personal.

Por lo anterior, llama poderosamente la atención una tendencia legislativa reciente (comenzando en el Congreso de Oaxaca) a emitir en los Estados leyes que prohíben la distribución, donación, regalo, venta y suministro de bebidas azucaradas y alimentos envasados de alto contenido calórico a menores de edad, pretendiendo que con esa medida, nuestros ínclitos intentos de legisladores, van a contribuir a mejorar la salud de la niñez mexicana. Nada más alejado de la realidad.

En primer lugar, llama la atención que estos leguleyos se hubiesen concentrado en la veda de “bebidas azucaradas” y “alimentos envasados”, exclusivamente, pues ello denota una tendencia mezquina a tratar de culpar puntualmente a la gran industria alimentaria de nuestros males mórbidos, y que si bien se le puede imputar responsabilidad, no es la única. ¿Porqué no se prohibieron los tamales, los chicharrones de puerco y puerca, el atole, el pozole, los churritos, frituras al granel, los dulces de leche, las calaveritas de azúcar, y tantos y tantos otros antojitos que, cuantitativamente, pueden tener hasta más calorías que los alimentos satanizados?

Luego, estos representantes populares piensan que cambiando las leyes van a cambiar la realidad, cuando en el caso que nos ocupa, las causas de la obesidad infantil y general son variadas: la educación, la cultura, la pobreza, los malos hábitos en el comer, la falta de ejercicio, y otros tantos etcéteras.

Finalmente, y aunque hay otras razones para renegar de tan disparatada iniciativa, lo único que se va a provocar con esa prohibición es el aumento de los precios de esos productos y el fomento a la cultura de la corrupción, pues siempre va a existir un menor, con dinero en la bolsa, que pueda sobornar al amigo mayor o al tendero de la esquina para que le suministre, por un módico porcentaje adicional, el antojito que quiera; como sucedió hace pocos ayeres, cuando se implementaron los llamados “fines de semana secos”, y se proscribía por 48 horas exactas, comenzando el viernes y concluyendo el domingo en la noche, la venta de bebidas alcohólicas, dizque con el propósito de fomentar valores familiares y contribuir a la disminución de los índices de alcoholismo, y donde pude constatar de viva voz y de cuerpo presente, la frase inmortal del cantinero de mi pueblo, Don Brígido, que decía: “nomás no traga vino el que no trae dinero”.