/ lunes 27 de mayo de 2019

De lenguajes de género

En días pasados recibí un correo de una despistada lectora de algunos de los artículos que publico en este medio. No me sorprende recibir en algunas ocasiones comunicados de personas que están a favor o en contra de las opiniones que emito, pues en algunos casos, al tocar temas de política o de religión, me expongo a ser criticado o de plano vapuleado por aquéllos extremistas de la ideología que nunca van a entender que la libertad de expresión es un derecho fundamental consagrado en cualquier Constitución de cualquier país que se digne decir que ha salido de la época de las cavernas, lugar donde muchos todavía viven, no física, sino mentalmente.

Pues bien, esta lectora, así la identifico por la defensa a ultranza de las cuestiones ahora denominadas como “de género”, se dolía en extremo de mi supina ignorancia y falta de sensibilidad en lo que ella denominó como el llamado “lenguaje inclusivo de género”, pues afirmaba que había leído algunas de mis arengas y le parecía que desde el punto de esa particular filosofía de vida que mencionaba, me podía ubicar como un ser retrógrada, machista y que podía caer hasta en el género de los llamados misóginos, y todo porque, en su particular opinión, no utilizaba ese flamante utensilio de la lengua que ahora se llama, repito, “lenguaje inclusivo de género”, recomendándome a la par de la emisión de sus opiniones, el que, si así lo deseaba, me podía enviar a mi correo electrónico la fecha y las horas donde se impartían cursos o seminarios para cambiar esa odiada semiótica que expresaba y que, me sugería, si quería ser algún día, reconocido como un columnista de cierto nivel por estos andurriales, debería hacer uso, repitió, de ese aparejo que nos permitiría ser mejores como sociedad y, en particular, como personas, pues de esta forma estaríamos desterrando, por lo menos, algún tipo de violencia en el lenguaje que usamos.

Debo confesar que ya en alguna otra ocasión había escuchado, en terceras personas, y en circunstancias ajenas a lo que ahora relato, este tipo de cantaleta feminista, en donde se pretendía imponer a la generalidad hablante el uso preciso y la distinción de género cuando los oradores se dirigían a la multitud, de tal forma que, por ejemplo, si estábamos ante un auditorio de gente que se dedica a estudiar y si había mujeres y hombres, habría que referirse a ellos como “estudiantes y estudiantas” (sic), o, de manera correcta “las y los estudiantes”, o bien, si nos referíamos a un grupo de trabajadores, deberíamos decir “trabajadores y trabajadoras”, o bien, lo correcto es que en una escuela primaria el director se dirija hacia ellos como “niños y niñas”, o bien, se aplaudía al ex presidente de México Vicente Fox cuando decía “chiquillos y chiquillas”, y así, ad infinitum.

Debo decir que esta perniciosa moda en el hablar o escribir, llegó en algún momento a tal grado de esquizofrenia colectiva local que, en un período de gobierno determinado, al cual no me referiré, pero que fue precisamente cuando el sexo femenino asumió la titularidad del poder, se obligó, inclusive, a que en la redacción de leyes se anotaran cosas tales como “las diputadas y los diputados”, “los ciudadanos y las ciudadanas”, “los contribuyentes y las contribuyentas” (sic), “los delincuentes y las delincuentas” (sic y más sic) y así, hasta lo fonéticamente impronunciable, al grado tal que ahora, aquéllas vetustas leyes son prácticamente imposibles de leer sin caer en el total agotamiento gramatical.

En mi defensa diré que he leído y releído a Miguel de Cervantes Saavedra, Gabriel García Márquez, José Saramago, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Anton Chéjov, Mijaíl Shólojov, Valerio Massimo Manfredi, Taylor Caldwell, William Faulkner, Simon Scarrow, Santiago Posteguillo, no se diga a Bukowski, y decenas de otros más, y no he encontrado en ninguno de ellos el uso preciso de esa famosa herramienta gramatical objeto de estas líneas.

Ergo, no esperen mucho de este aprendiz de la palabra.

En días pasados recibí un correo de una despistada lectora de algunos de los artículos que publico en este medio. No me sorprende recibir en algunas ocasiones comunicados de personas que están a favor o en contra de las opiniones que emito, pues en algunos casos, al tocar temas de política o de religión, me expongo a ser criticado o de plano vapuleado por aquéllos extremistas de la ideología que nunca van a entender que la libertad de expresión es un derecho fundamental consagrado en cualquier Constitución de cualquier país que se digne decir que ha salido de la época de las cavernas, lugar donde muchos todavía viven, no física, sino mentalmente.

Pues bien, esta lectora, así la identifico por la defensa a ultranza de las cuestiones ahora denominadas como “de género”, se dolía en extremo de mi supina ignorancia y falta de sensibilidad en lo que ella denominó como el llamado “lenguaje inclusivo de género”, pues afirmaba que había leído algunas de mis arengas y le parecía que desde el punto de esa particular filosofía de vida que mencionaba, me podía ubicar como un ser retrógrada, machista y que podía caer hasta en el género de los llamados misóginos, y todo porque, en su particular opinión, no utilizaba ese flamante utensilio de la lengua que ahora se llama, repito, “lenguaje inclusivo de género”, recomendándome a la par de la emisión de sus opiniones, el que, si así lo deseaba, me podía enviar a mi correo electrónico la fecha y las horas donde se impartían cursos o seminarios para cambiar esa odiada semiótica que expresaba y que, me sugería, si quería ser algún día, reconocido como un columnista de cierto nivel por estos andurriales, debería hacer uso, repitió, de ese aparejo que nos permitiría ser mejores como sociedad y, en particular, como personas, pues de esta forma estaríamos desterrando, por lo menos, algún tipo de violencia en el lenguaje que usamos.

Debo confesar que ya en alguna otra ocasión había escuchado, en terceras personas, y en circunstancias ajenas a lo que ahora relato, este tipo de cantaleta feminista, en donde se pretendía imponer a la generalidad hablante el uso preciso y la distinción de género cuando los oradores se dirigían a la multitud, de tal forma que, por ejemplo, si estábamos ante un auditorio de gente que se dedica a estudiar y si había mujeres y hombres, habría que referirse a ellos como “estudiantes y estudiantas” (sic), o, de manera correcta “las y los estudiantes”, o bien, si nos referíamos a un grupo de trabajadores, deberíamos decir “trabajadores y trabajadoras”, o bien, lo correcto es que en una escuela primaria el director se dirija hacia ellos como “niños y niñas”, o bien, se aplaudía al ex presidente de México Vicente Fox cuando decía “chiquillos y chiquillas”, y así, ad infinitum.

Debo decir que esta perniciosa moda en el hablar o escribir, llegó en algún momento a tal grado de esquizofrenia colectiva local que, en un período de gobierno determinado, al cual no me referiré, pero que fue precisamente cuando el sexo femenino asumió la titularidad del poder, se obligó, inclusive, a que en la redacción de leyes se anotaran cosas tales como “las diputadas y los diputados”, “los ciudadanos y las ciudadanas”, “los contribuyentes y las contribuyentas” (sic), “los delincuentes y las delincuentas” (sic y más sic) y así, hasta lo fonéticamente impronunciable, al grado tal que ahora, aquéllas vetustas leyes son prácticamente imposibles de leer sin caer en el total agotamiento gramatical.

En mi defensa diré que he leído y releído a Miguel de Cervantes Saavedra, Gabriel García Márquez, José Saramago, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Anton Chéjov, Mijaíl Shólojov, Valerio Massimo Manfredi, Taylor Caldwell, William Faulkner, Simon Scarrow, Santiago Posteguillo, no se diga a Bukowski, y decenas de otros más, y no he encontrado en ninguno de ellos el uso preciso de esa famosa herramienta gramatical objeto de estas líneas.

Ergo, no esperen mucho de este aprendiz de la palabra.