/ miércoles 20 de mayo de 2020

De militarizaciones

No se crea bajo circunstancia alguna que el etéreo tema de la llamada militarización es reciente, pues debemos recordar que apenas concluida (a medias) la llamada Revolución Mexicana, es decir, aquél movimiento de levantamientos, sofocamientos, asonadas, guerrillas, luchas, contra luchas, enfrentamientos entre amigos, cuartelazos y demás circunstancias generales y particulares de ese movimiento social que concluyó sólo formalmente en 1917 con la fundación de las modernidades contemporáneas, surgió el debate y las desgarraduras de vestiduras sobre cuál era concretamente el papel que habrían de jugar las fuerzas armadas en la construcción de este país. No hay que olvidar, bajo circunstancia alguna, que muchos historiadores han querido concluir, de manera un tanto simplista, que gran parte de aquélla gesta tuvo su origen y destino en los enfrentamientos entre militares; y para ello bastaría darle una repasada a la vida y obra de los generalísimos que tuvieron nominaciones estelares de aquéllos anales: Porfirio Díaz, Victoriano Huerta, Álvaro Obregón y Felipe Ángeles, sólo por mencionar a los más famosos. Sin embargo, para quién desee darse una vuelta por las semblanzas propias materia de esta disertación, habrá que consultar el ya famoso texto intitulado “Diccionario de Generales de la Revolución”, editado conjuntamente por la Secretaría de Educación Pública, la Secretaría de la Defensa Nacional y el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

También habremos de rememorar que antes, durante y después de la Revolución Mexicana, gran parte, si no es que la mayoría, de los Presidentes de nuestro país tuvieron una formación castrense o fueron militares, y que no fue hasta el sexenio de Miguel Alemán Valdez, en 1946, cuando se ha considerado el inicio formal de las presidencias de origen eminentemente civil.

En épocas recientes, y me refiero de dos a tres sexenios para acá, se ha retomado con singular enjundia y polarización, el debate sobre las funciones generales y especiales que deben constitucionalmente atribuirse a las fuerzas armadas. En este contexto, y las más de las veces sin un sustento legal, se han utilizado a los soldados mexicanos para enfrentar a la llamada delincuencia organizada, perseguir grupos de narcotraficantes, ejecutar obras de construcción de aeropuertos, trasportar hidrocarburos, distribuir textos de libro gratuitos, edificar instituciones bancarias, habilitar hospitales de emergencia para enfrentar crisis sanitarias, realizar funciones de contención de migrantes, abajo y arriba de la República, y, recientemente, se les otorgaron facultades legales para actuar como policías en la prevención y persecución delincuencial, abonando a las labores de seguridad pública.

Es una premisa básica e indispensable de cualquier Estado moderno, el que las fuerzas castrenses deben circunscribir su competencia a la defensa de la soberanía nacional, seguridad interior (que no es sinónimo de seguridad pública) y auxilio a la población en circunstancias realmente extraordinarias. El resto de las labores hasta ahora asignadas deben asumirla, más temprano que tarde, las instituciones civiles.

Pero tampoco debemos dejar de considerar la posibilidad de, en algún momento histórico determinado, reconvertir a parte o la totalidad de las fuerzas armadas en cuerpos entrenados de policías nacionales, como ya se ha realizado en otros países, donde inclusive, no existen ejércitos. Pero ello se deberá hacer una planeación estratégica clara y explícita, y, evidentemente, con el consentimiento y participación de todos los involucrados, circunstancia ésta que, hasta ahora, no ha acaecido.

No se crea bajo circunstancia alguna que el etéreo tema de la llamada militarización es reciente, pues debemos recordar que apenas concluida (a medias) la llamada Revolución Mexicana, es decir, aquél movimiento de levantamientos, sofocamientos, asonadas, guerrillas, luchas, contra luchas, enfrentamientos entre amigos, cuartelazos y demás circunstancias generales y particulares de ese movimiento social que concluyó sólo formalmente en 1917 con la fundación de las modernidades contemporáneas, surgió el debate y las desgarraduras de vestiduras sobre cuál era concretamente el papel que habrían de jugar las fuerzas armadas en la construcción de este país. No hay que olvidar, bajo circunstancia alguna, que muchos historiadores han querido concluir, de manera un tanto simplista, que gran parte de aquélla gesta tuvo su origen y destino en los enfrentamientos entre militares; y para ello bastaría darle una repasada a la vida y obra de los generalísimos que tuvieron nominaciones estelares de aquéllos anales: Porfirio Díaz, Victoriano Huerta, Álvaro Obregón y Felipe Ángeles, sólo por mencionar a los más famosos. Sin embargo, para quién desee darse una vuelta por las semblanzas propias materia de esta disertación, habrá que consultar el ya famoso texto intitulado “Diccionario de Generales de la Revolución”, editado conjuntamente por la Secretaría de Educación Pública, la Secretaría de la Defensa Nacional y el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

También habremos de rememorar que antes, durante y después de la Revolución Mexicana, gran parte, si no es que la mayoría, de los Presidentes de nuestro país tuvieron una formación castrense o fueron militares, y que no fue hasta el sexenio de Miguel Alemán Valdez, en 1946, cuando se ha considerado el inicio formal de las presidencias de origen eminentemente civil.

En épocas recientes, y me refiero de dos a tres sexenios para acá, se ha retomado con singular enjundia y polarización, el debate sobre las funciones generales y especiales que deben constitucionalmente atribuirse a las fuerzas armadas. En este contexto, y las más de las veces sin un sustento legal, se han utilizado a los soldados mexicanos para enfrentar a la llamada delincuencia organizada, perseguir grupos de narcotraficantes, ejecutar obras de construcción de aeropuertos, trasportar hidrocarburos, distribuir textos de libro gratuitos, edificar instituciones bancarias, habilitar hospitales de emergencia para enfrentar crisis sanitarias, realizar funciones de contención de migrantes, abajo y arriba de la República, y, recientemente, se les otorgaron facultades legales para actuar como policías en la prevención y persecución delincuencial, abonando a las labores de seguridad pública.

Es una premisa básica e indispensable de cualquier Estado moderno, el que las fuerzas castrenses deben circunscribir su competencia a la defensa de la soberanía nacional, seguridad interior (que no es sinónimo de seguridad pública) y auxilio a la población en circunstancias realmente extraordinarias. El resto de las labores hasta ahora asignadas deben asumirla, más temprano que tarde, las instituciones civiles.

Pero tampoco debemos dejar de considerar la posibilidad de, en algún momento histórico determinado, reconvertir a parte o la totalidad de las fuerzas armadas en cuerpos entrenados de policías nacionales, como ya se ha realizado en otros países, donde inclusive, no existen ejércitos. Pero ello se deberá hacer una planeación estratégica clara y explícita, y, evidentemente, con el consentimiento y participación de todos los involucrados, circunstancia ésta que, hasta ahora, no ha acaecido.