/ lunes 21 de diciembre de 2020

De perrunas vidas

Acaso sea únicamente con la edad y la experiencia con los años adquirida, que se comienza a comprender porqué los adultos mayores se buscan una compañía perruna para pasar el final de sus días, en lugar, por ejemplo, de adoptar, aunque sea virtualmente a un ser humano como ya se estila en este interconectado planeta. De inicio, no somos muy dados a los afectos caninos, circunstancia esta no de ahora, sino desde nuestras primeras juventudes cuando adquirimos una cierta reticencia por esta clase de apegos debido a un particular rechazo paterno por estos menesteres.

Hace varias semanas, o meses, o años, que para los efectos de esta narrativa da lo mismo, sentados en una mesa a un lado de un ventanal desde donde se podía observar la calle y el boulevard adjunto, vimos pasar una perrita de mediano tamaño, con un bulto prominente y unos pezones inflamados, lo que era indicativo cierto de su situación de ingravidez. Era una tarde de hielo, fría y seca, como las madrugadas de tierra roja en el desierto zacatecano. Por su estado de descuido, suciedad y evidente desnutrición, se trataba de un animal sin hogar, de la calle, pues. Sufría una cojera grave en una pata trasera y proyectaba una mirada con la cara al frente, en alto, llena de una profunda tristeza y resignación, pero con un gesto de determinación en su pausado andar, impregnado de una seguridad fuera de este mundo, como si gritara a los cuatro vientos que lo trascendente para cualquier efecto presente y futuro eran los pequeños seres que traía ella en su vientre, no su condición de miseria existencial. A pesar de las súplicas de auxilio y rescate que hizo nuestro vástago en su favor, no hicimos nada por proporcionarle una mínima ayuda, y la perrita continúo con un rumbo indeterminado.

Ya ha pasado cierto tiempo desde aquél inusual encuentro, y de vez en cuando volteo hacia el lugar de dónde venía ese can, como esperando encontrarle otra vez; incluso, en un par de ocasiones he dado una vuelta por los alrededores para buscarla, conducta sintomática de una culpabilidad abyecta que no he podido superar, pues podía y debía, en su momento, haber prestado un auxilio mínimo a un ser en evidente desgracia.

En fin, tampoco se crea que estas reclusiones de locuras pandémicas nos han afectado en nuestros sentimentalismos personales, pues nunca hemos sido proclives al llanto fácil ni a las ridiculeces emocionales, pero es cierto que el mismo paso por este mundo nos depara insospechadas vivencias que caen de sopetón en el momento menos esperado.


Acaso sea únicamente con la edad y la experiencia con los años adquirida, que se comienza a comprender porqué los adultos mayores se buscan una compañía perruna para pasar el final de sus días, en lugar, por ejemplo, de adoptar, aunque sea virtualmente a un ser humano como ya se estila en este interconectado planeta. De inicio, no somos muy dados a los afectos caninos, circunstancia esta no de ahora, sino desde nuestras primeras juventudes cuando adquirimos una cierta reticencia por esta clase de apegos debido a un particular rechazo paterno por estos menesteres.

Hace varias semanas, o meses, o años, que para los efectos de esta narrativa da lo mismo, sentados en una mesa a un lado de un ventanal desde donde se podía observar la calle y el boulevard adjunto, vimos pasar una perrita de mediano tamaño, con un bulto prominente y unos pezones inflamados, lo que era indicativo cierto de su situación de ingravidez. Era una tarde de hielo, fría y seca, como las madrugadas de tierra roja en el desierto zacatecano. Por su estado de descuido, suciedad y evidente desnutrición, se trataba de un animal sin hogar, de la calle, pues. Sufría una cojera grave en una pata trasera y proyectaba una mirada con la cara al frente, en alto, llena de una profunda tristeza y resignación, pero con un gesto de determinación en su pausado andar, impregnado de una seguridad fuera de este mundo, como si gritara a los cuatro vientos que lo trascendente para cualquier efecto presente y futuro eran los pequeños seres que traía ella en su vientre, no su condición de miseria existencial. A pesar de las súplicas de auxilio y rescate que hizo nuestro vástago en su favor, no hicimos nada por proporcionarle una mínima ayuda, y la perrita continúo con un rumbo indeterminado.

Ya ha pasado cierto tiempo desde aquél inusual encuentro, y de vez en cuando volteo hacia el lugar de dónde venía ese can, como esperando encontrarle otra vez; incluso, en un par de ocasiones he dado una vuelta por los alrededores para buscarla, conducta sintomática de una culpabilidad abyecta que no he podido superar, pues podía y debía, en su momento, haber prestado un auxilio mínimo a un ser en evidente desgracia.

En fin, tampoco se crea que estas reclusiones de locuras pandémicas nos han afectado en nuestros sentimentalismos personales, pues nunca hemos sido proclives al llanto fácil ni a las ridiculeces emocionales, pero es cierto que el mismo paso por este mundo nos depara insospechadas vivencias que caen de sopetón en el momento menos esperado.