/ miércoles 17 de abril de 2019

De realidades tristes

El pasado viernes por la tarde, cuando me trasladaba de la oficina hacia la morada familiar, después de lo que se llamaría una rutinaria semana y de lo que algunos apuntarían como un descosido trabajo, las necesidades propias de la fisiología humana al haber consumido exceso de agua y diuréticos, rebasaron nuestras capacidades físicas, precisamente a la mitad del camino, y debido a ello, hubo la imperiosa e inaplazable necesidad de hacer un alto necesario y buscar el arropo de un baño de alguna peligrosa gasolinera que se ubicaba en el trayecto de la también inhóspita autopista que conduce de ese lugar hacia la mismísima capital del Estado. Ya habiendo localizado el edificio construido ex profeso y que alberga el mueble preciso para el desahogo existencial de los menesteres de la vejiga, me encontré con la desagradable sorpresa de que la puerta de acceso estaba franqueada por una rejilla de acero y con un dispositivo que adiviné más mecánico que electrónico, más hechizo que una manufactura de alta tecnología, y en el cual habría que depositar en una rendija mal limada en sus bordes la suma exacta de cinco pesos para poder acceder y hacer uso de tal espacio de desfogue de las necesidades propias del cuerpo. En el momento preciso de tratar de introducir en tal orificio la cuota obligatoria correspondiente, se acerca uno de los despachadores de la estación de hidroccarburos y me propone que mejor le entregue a él, en sus manos, la moneda, abriendo, concomitantemente, con una llave que traía consigo, una puertilla lateral por donde seguramente tendrían acceso los empleados de tal lugar a fin de evitar el pago correspondiente, pues como se puede fácilmente suponer, los trabajadores no deben hacer erogación alguna para que el patrón les proporcione el servicio aquí ilustrado, so pena de violación flagrante a cuanto derecho laboral se nos ocurra. Sin tener otra opción razonable, hice entrega de la moneda a tal persona, ingresé al lugar y ejecuté la tarea personal a la que iba y que hice referencia en líneas precedentes.

De regreso otra vez en el vehículo, y habiendo tomado la autopista, llegó a mi mente y razonamiento el hecho de la absoluta naturalidad y espontaneidad como en este país vivimos la corrupción en todos sus niveles, al grado tal de haberse convertido esta, seguramente, en parte de nuestra cultura, y entendiendo este último concepto como un conjunto de formas de ser, pensar y actuar, que aprendidas y compartidas por una colectividad, sirven a ésta para identificarla como una comunidad particular y distinta. De igual forma, vino a mi reflexión la circunstancia de que ni siquiera fui consciente, en el preciso momento de entregar la moneda al empleado que mencioné, que estuviese participando en algún acto deshonesto, reprobable o corrupto.

Veamos: en primer lugar, y hasta donde me alcanza la memoria, los dueños o franquiciatarios, o concesionarios de alguna gasolinera, tienen la obligación establecida en la Ley, de proporcionar gratuitamente a los clientes de tales lugares, el servicio público de baños. Este deber jurídico, si mal no recuerdo, es condición indispensable para que las autoridades autoricen la licencia de funcionamiento de tales giros comerciales. El hecho de que el dueño de ese lugar violara esta norma, y establezca una cuota obligatoria al público en general para usar tales espacios, es, no solamente una violación a la normatividad vigente, sino un acto continuado de corrupción del dueño y de las propias agencias gubernamentales encargadas de la supervisión que permiten dicha transgresión normativa. Por otro lado, si un empleado, aprovechándose del descuido y las circunstancias, recauda para su particular beneficio las cuotas por el uso del WC, entonces nos encontramos ante dos conductas corruptas, tanto del trabajador como del la persona que le da el dinero, este acto como la mordida a un agente de tránsito, allí hay dos corrutos, la autoridad y el particular. Y en el ejemplo motivo de esta diatriba, podría aplicar el dicho más socorrido de los bandidos: “ladrón que roba a ladrón…”

Creo que la corrupción como forma de ser, ha penetrado en lo más profundo de la psicología nacional, permeado en todas las capas y los estratos sociales, a grado tal de formar parte inseparable de eso que se llama cultura colectiva, y no va a bastar con que todas las mañanas alguien, en sus guajiros sueños, diga que la está combatiendo como se combate al peor enemigo para que esta práctica se acabe, pues la realidad, en su más profunda esencia, es y seguirá siendo muy triste, como luego dicen.

El pasado viernes por la tarde, cuando me trasladaba de la oficina hacia la morada familiar, después de lo que se llamaría una rutinaria semana y de lo que algunos apuntarían como un descosido trabajo, las necesidades propias de la fisiología humana al haber consumido exceso de agua y diuréticos, rebasaron nuestras capacidades físicas, precisamente a la mitad del camino, y debido a ello, hubo la imperiosa e inaplazable necesidad de hacer un alto necesario y buscar el arropo de un baño de alguna peligrosa gasolinera que se ubicaba en el trayecto de la también inhóspita autopista que conduce de ese lugar hacia la mismísima capital del Estado. Ya habiendo localizado el edificio construido ex profeso y que alberga el mueble preciso para el desahogo existencial de los menesteres de la vejiga, me encontré con la desagradable sorpresa de que la puerta de acceso estaba franqueada por una rejilla de acero y con un dispositivo que adiviné más mecánico que electrónico, más hechizo que una manufactura de alta tecnología, y en el cual habría que depositar en una rendija mal limada en sus bordes la suma exacta de cinco pesos para poder acceder y hacer uso de tal espacio de desfogue de las necesidades propias del cuerpo. En el momento preciso de tratar de introducir en tal orificio la cuota obligatoria correspondiente, se acerca uno de los despachadores de la estación de hidroccarburos y me propone que mejor le entregue a él, en sus manos, la moneda, abriendo, concomitantemente, con una llave que traía consigo, una puertilla lateral por donde seguramente tendrían acceso los empleados de tal lugar a fin de evitar el pago correspondiente, pues como se puede fácilmente suponer, los trabajadores no deben hacer erogación alguna para que el patrón les proporcione el servicio aquí ilustrado, so pena de violación flagrante a cuanto derecho laboral se nos ocurra. Sin tener otra opción razonable, hice entrega de la moneda a tal persona, ingresé al lugar y ejecuté la tarea personal a la que iba y que hice referencia en líneas precedentes.

De regreso otra vez en el vehículo, y habiendo tomado la autopista, llegó a mi mente y razonamiento el hecho de la absoluta naturalidad y espontaneidad como en este país vivimos la corrupción en todos sus niveles, al grado tal de haberse convertido esta, seguramente, en parte de nuestra cultura, y entendiendo este último concepto como un conjunto de formas de ser, pensar y actuar, que aprendidas y compartidas por una colectividad, sirven a ésta para identificarla como una comunidad particular y distinta. De igual forma, vino a mi reflexión la circunstancia de que ni siquiera fui consciente, en el preciso momento de entregar la moneda al empleado que mencioné, que estuviese participando en algún acto deshonesto, reprobable o corrupto.

Veamos: en primer lugar, y hasta donde me alcanza la memoria, los dueños o franquiciatarios, o concesionarios de alguna gasolinera, tienen la obligación establecida en la Ley, de proporcionar gratuitamente a los clientes de tales lugares, el servicio público de baños. Este deber jurídico, si mal no recuerdo, es condición indispensable para que las autoridades autoricen la licencia de funcionamiento de tales giros comerciales. El hecho de que el dueño de ese lugar violara esta norma, y establezca una cuota obligatoria al público en general para usar tales espacios, es, no solamente una violación a la normatividad vigente, sino un acto continuado de corrupción del dueño y de las propias agencias gubernamentales encargadas de la supervisión que permiten dicha transgresión normativa. Por otro lado, si un empleado, aprovechándose del descuido y las circunstancias, recauda para su particular beneficio las cuotas por el uso del WC, entonces nos encontramos ante dos conductas corruptas, tanto del trabajador como del la persona que le da el dinero, este acto como la mordida a un agente de tránsito, allí hay dos corrutos, la autoridad y el particular. Y en el ejemplo motivo de esta diatriba, podría aplicar el dicho más socorrido de los bandidos: “ladrón que roba a ladrón…”

Creo que la corrupción como forma de ser, ha penetrado en lo más profundo de la psicología nacional, permeado en todas las capas y los estratos sociales, a grado tal de formar parte inseparable de eso que se llama cultura colectiva, y no va a bastar con que todas las mañanas alguien, en sus guajiros sueños, diga que la está combatiendo como se combate al peor enemigo para que esta práctica se acabe, pues la realidad, en su más profunda esencia, es y seguirá siendo muy triste, como luego dicen.