/ jueves 28 de octubre de 2021

El más allá

Aunque a veces vivamos ajenos a la muerte, como si nunca nos fuera a ocurrir, todos en algún momento de nuestra existencia experimentamos los límites de esta vida terrenal. Ya sea porque alguien cercano y querido muere o porque la enfermedad y el dolor nos recuerdan que somos frágiles y finitos.

Estamos a pocos días de comenzar el mes de noviembre, un tiempo en el que recordamos de manera especial a nuestros difuntos; a esas personas que Dios puso en nuestro camino y que de alguna manera nos han marcado, nos han ayudado y nos han guiado. La pérdida de un ser querido suele doler, pero ese dolor es signo de que hemos querido y de que nos han querido.

Sin un horizonte de trascendencia, es decir, sin fe en Dios y sin creer en el más allá, la vida puede llegar a ser muy oscura al caer en la trampa de pensar que todo termina aquí. Sin embargo, los cristianos creemos en Jesús, el Hijo de Dios, que ha vencido el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la separación y la muerte, y que le ha dado un sentido nuevo a todo esto que nos aflige.

Para nosotros el más allá no es un lugar del todo desconocido e inhóspito. Nos espera Jesús para juzgarnos justa y misericordiosamente. Esto quiere decir que será un juicio con benevolencia, amor y comprensión, pero no a la ligera o superficial. Dice San Agustín: «he conocido a muchos que quieren engañar a otros, pero a ninguno que quiera ser engañado». No pretendamos hacerlo con Dios a quien por supuesto no podemos engañar.

Este tiempo es ideal para meditar sobre la muerte y más en concreto sobre nuestra propia muerte. Todo es pasajero y lo más importante es nuestra relación con Dios y con los demás. Para eso hemos venido y a eso debemos dedicar nuestra vida. Al final es lo único que nos llevamos: el amor dado y recibido.

Reflexionar sobre el más allá no es para evadir el presente o nuestras responsabilidades, sino para iluminarlo y darle un sentido más profundo, para ser capaces de no «atorarnos» en cosas irrelevantes, en las que muchas veces desperdiciamos nuestro tiempo y por tanto nuestra existencia. Creer en la vida después de la muerte le da un significado nuevo a cada día, a cada momento. ¡Cuánta necedad hay a veces en nosotros al pretender aferrarnos a lo temporal!

No es superfluo tener presente que, como dicen los clásicos, «tempus breve est», es decir, nuestro tiempo en la tierra es breve, por eso vale la pena recordarlo de vez en cuando. Tan sabido y al mismo tiempo tan olvidado. ¡Gracias!

Aunque a veces vivamos ajenos a la muerte, como si nunca nos fuera a ocurrir, todos en algún momento de nuestra existencia experimentamos los límites de esta vida terrenal. Ya sea porque alguien cercano y querido muere o porque la enfermedad y el dolor nos recuerdan que somos frágiles y finitos.

Estamos a pocos días de comenzar el mes de noviembre, un tiempo en el que recordamos de manera especial a nuestros difuntos; a esas personas que Dios puso en nuestro camino y que de alguna manera nos han marcado, nos han ayudado y nos han guiado. La pérdida de un ser querido suele doler, pero ese dolor es signo de que hemos querido y de que nos han querido.

Sin un horizonte de trascendencia, es decir, sin fe en Dios y sin creer en el más allá, la vida puede llegar a ser muy oscura al caer en la trampa de pensar que todo termina aquí. Sin embargo, los cristianos creemos en Jesús, el Hijo de Dios, que ha vencido el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la separación y la muerte, y que le ha dado un sentido nuevo a todo esto que nos aflige.

Para nosotros el más allá no es un lugar del todo desconocido e inhóspito. Nos espera Jesús para juzgarnos justa y misericordiosamente. Esto quiere decir que será un juicio con benevolencia, amor y comprensión, pero no a la ligera o superficial. Dice San Agustín: «he conocido a muchos que quieren engañar a otros, pero a ninguno que quiera ser engañado». No pretendamos hacerlo con Dios a quien por supuesto no podemos engañar.

Este tiempo es ideal para meditar sobre la muerte y más en concreto sobre nuestra propia muerte. Todo es pasajero y lo más importante es nuestra relación con Dios y con los demás. Para eso hemos venido y a eso debemos dedicar nuestra vida. Al final es lo único que nos llevamos: el amor dado y recibido.

Reflexionar sobre el más allá no es para evadir el presente o nuestras responsabilidades, sino para iluminarlo y darle un sentido más profundo, para ser capaces de no «atorarnos» en cosas irrelevantes, en las que muchas veces desperdiciamos nuestro tiempo y por tanto nuestra existencia. Creer en la vida después de la muerte le da un significado nuevo a cada día, a cada momento. ¡Cuánta necedad hay a veces en nosotros al pretender aferrarnos a lo temporal!

No es superfluo tener presente que, como dicen los clásicos, «tempus breve est», es decir, nuestro tiempo en la tierra es breve, por eso vale la pena recordarlo de vez en cuando. Tan sabido y al mismo tiempo tan olvidado. ¡Gracias!