/ lunes 22 de junio de 2020

El Yo superior

Durante el último mes, en los sistemas de comunicación digital el racismo, el clasismo y la discriminación se convirtieron en temas populares de discusión y acción en red. Los asesinatos cometidos por policías en contra de George Floyd en Mineápolis por ser afroamericano y de Giovanni López en Guadalajara por su condición de albañil, son parte de una violencia global que se visibiliza en internet. Los linchamientos digitales que denigran a deportistas, cantantes, comentaristas, periodistas, políticos y la ira contra instituciones públicas o los abusos de poder de influencers, lords y ladys ejemplifican la descomposición de la razón en la era de los hipermedios.

¿Qué motiva esta violencia simbólica que se distribuye a través de los espacios digitales y que en muchas ocasiones se materializa en el mundo real? No es propiamente racismo en su concepción tradicional, es decir, una segregación generada contra una persona por su origen, tampoco el clasismo como una manera de prejuicio nos permite ver con claridad que hay más allá de estas condiciones que caracterizan a la sociedad red. Lo que podemos afirmar con cierta seguridad, es que las formas de expresión para liquidar al otro son parte de la violencia simbólica enraizada en el lenguaje. Según Bourdieu (1999) esta violencia se apoya en los sistemas sociales de comunicación y se basa en creencias que los individuos han recibido a lo largo de su vida. Los actos de odio y discriminación en internet parece que son más profundos de lo que nos imaginábamos.

Las creencias individuales se potencian con el sistema tecnológico digital que impera en nuestra sociedad. Como lo señaló Castells (2001), el individualismo en red es la forma dominante del capitalismo contemporáneo. Este imperativo representa el triunfo del individuo sobre la colectividad (Hervy, 2011). Con las redes sociodigitales se exacerba el Yo sobre lo social. Los grandes relatos -como han pronosticado los posmodernos desde hace medio siglo- encuentran casi su extinción en el pensamiento individualista. En las últimas semanas, las defensas por la libertad de expresión, la equidad de género o el derecho a la propia imagen no son en el fondo más que formas individualistas de realización. En el mundo de la hipercomunicación gozamos de tantas libertades que sus fronteras con otras libertades se han diluido por la idea hegemónica de un Yo superior.

La diferencia con el otro sostenida por creencias individuales convierte lo extraño, lo extranjero, en un fenómeno de negatividad. Todo aquello que no encuadra en lo que pienso es excluido. Como apunta Han (2017), la interconexión digital no facilita el encuentro con el otro, más bien sirve para encontrar a personas iguales y que piensan igual, nos enredan en un inacabable bucle del Yo, nos llevan a una “auto propaganda que nos adoctrina con nuestras propias nociones”. En este sentido la comunicación digital enfatiza las diferencias del Yo con los otros. La distancia física y la atemporalidad que posibilita la tecnología permiten esta exclusión. Aquello que es diferente puede ser eliminado, bloqueado. Aquello que está distante se convierte en presa fácil del Yo superior.

Durante el último mes, en los sistemas de comunicación digital el racismo, el clasismo y la discriminación se convirtieron en temas populares de discusión y acción en red. Los asesinatos cometidos por policías en contra de George Floyd en Mineápolis por ser afroamericano y de Giovanni López en Guadalajara por su condición de albañil, son parte de una violencia global que se visibiliza en internet. Los linchamientos digitales que denigran a deportistas, cantantes, comentaristas, periodistas, políticos y la ira contra instituciones públicas o los abusos de poder de influencers, lords y ladys ejemplifican la descomposición de la razón en la era de los hipermedios.

¿Qué motiva esta violencia simbólica que se distribuye a través de los espacios digitales y que en muchas ocasiones se materializa en el mundo real? No es propiamente racismo en su concepción tradicional, es decir, una segregación generada contra una persona por su origen, tampoco el clasismo como una manera de prejuicio nos permite ver con claridad que hay más allá de estas condiciones que caracterizan a la sociedad red. Lo que podemos afirmar con cierta seguridad, es que las formas de expresión para liquidar al otro son parte de la violencia simbólica enraizada en el lenguaje. Según Bourdieu (1999) esta violencia se apoya en los sistemas sociales de comunicación y se basa en creencias que los individuos han recibido a lo largo de su vida. Los actos de odio y discriminación en internet parece que son más profundos de lo que nos imaginábamos.

Las creencias individuales se potencian con el sistema tecnológico digital que impera en nuestra sociedad. Como lo señaló Castells (2001), el individualismo en red es la forma dominante del capitalismo contemporáneo. Este imperativo representa el triunfo del individuo sobre la colectividad (Hervy, 2011). Con las redes sociodigitales se exacerba el Yo sobre lo social. Los grandes relatos -como han pronosticado los posmodernos desde hace medio siglo- encuentran casi su extinción en el pensamiento individualista. En las últimas semanas, las defensas por la libertad de expresión, la equidad de género o el derecho a la propia imagen no son en el fondo más que formas individualistas de realización. En el mundo de la hipercomunicación gozamos de tantas libertades que sus fronteras con otras libertades se han diluido por la idea hegemónica de un Yo superior.

La diferencia con el otro sostenida por creencias individuales convierte lo extraño, lo extranjero, en un fenómeno de negatividad. Todo aquello que no encuadra en lo que pienso es excluido. Como apunta Han (2017), la interconexión digital no facilita el encuentro con el otro, más bien sirve para encontrar a personas iguales y que piensan igual, nos enredan en un inacabable bucle del Yo, nos llevan a una “auto propaganda que nos adoctrina con nuestras propias nociones”. En este sentido la comunicación digital enfatiza las diferencias del Yo con los otros. La distancia física y la atemporalidad que posibilita la tecnología permiten esta exclusión. Aquello que es diferente puede ser eliminado, bloqueado. Aquello que está distante se convierte en presa fácil del Yo superior.