/ jueves 30 de septiembre de 2021

¡Gracias querido tío!

No suelo evocar mi relación familiar con Don Fernando Mario Chávez Ruvalcaba, nuestro obispo emérito recientemente fallecido. Sin embargo, hoy voy a hacer una excepción para agradecerle a Dios el gran don de haber tenido un tío como él.

Su cercanía y forma de vivir su ministerio me llevaron a descubrir que Dios también me llamaba a ser sacerdote. De sus manos recibí el diaconado y el presbiterado. Conoció a fondo mi proceso vocacional, confió en la llamada que Dios me hizo y creyó en mi intención de seguir al Señor.

Fue un hombre bondadoso que siempre buscó ayudar a los demás. Quizá no dejó a todos contentos, pues así sucede muchas veces en cualquier institución con las decisiones de quienes gobiernan, ya que en el campo de lo opinable hay siempre diversos caminos posibles, pero estoy seguro de que en él no hubo alguna vez el deseo premeditado de hacerle daño a alguien.

He de confesar que hasta ahora soy plenamente consciente del gran regalo que Dios me hizo en su persona, y fue muy alentador constatar el cariño que también tanta gente le tenía y que le mostró durante sus celebraciones fúnebres. Muchos han expresado el grato recuerdo que guardan de él y su agradecimiento por sus palabras de aliento y por haber estado con ellos en momentos importantes como un bautismo, una primera comunión, una boda, un funeral y tantos otros.

Hace pocos meses, previo a una sencilla intervención quirúrgica, le pedí que me administrara el sacramento de la unción de los enfermos. Lo hizo en su capilla privada con toda solemnidad, revestido con alba, estola, pectoral, anillo episcopal y solideo. Esos pequeños gestos mostraban su fe en que Jesús realmente se hace presente en los sacramentos, y valoraba mucho los signos litúrgicos como expresión del misterio de la grandeza de Dios.

Nunca imaginó que llegaría a ser obispo y menos de su propia Diócesis. No era alguien que buscara «escalar» en la jerarquía eclesiástica. Su amor a la Iglesia lo llevaron a aceptar el ministerio episcopal siendo muy consciente de sus limitaciones, según lo expresaba él mismo, pues Dios se vale incluso de eso para anunciar el Evangelio.

Sus últimos años como obispo emérito los dedicó en gran parte a la oración, porque eso era sobre todo lo que en ese momento le tocaba hacer, decía él. En su corazón cabían todos, pequeños y grandes, pero de manera muy especial los presbíteros, ya que pasó más de veinte años en el Seminario ayudando en la formación de los futuros sacerdotes. ¡Gracias querido tío por su entrega y ejemplo! Le pido a Dios que lo tenga ya en su presencia.

No suelo evocar mi relación familiar con Don Fernando Mario Chávez Ruvalcaba, nuestro obispo emérito recientemente fallecido. Sin embargo, hoy voy a hacer una excepción para agradecerle a Dios el gran don de haber tenido un tío como él.

Su cercanía y forma de vivir su ministerio me llevaron a descubrir que Dios también me llamaba a ser sacerdote. De sus manos recibí el diaconado y el presbiterado. Conoció a fondo mi proceso vocacional, confió en la llamada que Dios me hizo y creyó en mi intención de seguir al Señor.

Fue un hombre bondadoso que siempre buscó ayudar a los demás. Quizá no dejó a todos contentos, pues así sucede muchas veces en cualquier institución con las decisiones de quienes gobiernan, ya que en el campo de lo opinable hay siempre diversos caminos posibles, pero estoy seguro de que en él no hubo alguna vez el deseo premeditado de hacerle daño a alguien.

He de confesar que hasta ahora soy plenamente consciente del gran regalo que Dios me hizo en su persona, y fue muy alentador constatar el cariño que también tanta gente le tenía y que le mostró durante sus celebraciones fúnebres. Muchos han expresado el grato recuerdo que guardan de él y su agradecimiento por sus palabras de aliento y por haber estado con ellos en momentos importantes como un bautismo, una primera comunión, una boda, un funeral y tantos otros.

Hace pocos meses, previo a una sencilla intervención quirúrgica, le pedí que me administrara el sacramento de la unción de los enfermos. Lo hizo en su capilla privada con toda solemnidad, revestido con alba, estola, pectoral, anillo episcopal y solideo. Esos pequeños gestos mostraban su fe en que Jesús realmente se hace presente en los sacramentos, y valoraba mucho los signos litúrgicos como expresión del misterio de la grandeza de Dios.

Nunca imaginó que llegaría a ser obispo y menos de su propia Diócesis. No era alguien que buscara «escalar» en la jerarquía eclesiástica. Su amor a la Iglesia lo llevaron a aceptar el ministerio episcopal siendo muy consciente de sus limitaciones, según lo expresaba él mismo, pues Dios se vale incluso de eso para anunciar el Evangelio.

Sus últimos años como obispo emérito los dedicó en gran parte a la oración, porque eso era sobre todo lo que en ese momento le tocaba hacer, decía él. En su corazón cabían todos, pequeños y grandes, pero de manera muy especial los presbíteros, ya que pasó más de veinte años en el Seminario ayudando en la formación de los futuros sacerdotes. ¡Gracias querido tío por su entrega y ejemplo! Le pido a Dios que lo tenga ya en su presencia.