/ miércoles 21 de agosto de 2019

Juicios Orales, bajo fuego

Desde hace años, cuando se anunció la aprobación de la reforma constitucional y legal que establecía los llamados juicios orales en materia penal, hubo un intenso debate a cerca de la idoneidad y pertinencia de establecer este tipo de procedimientos atentos a las particularidades culturales y sociales de nuestro país. Se dijo, en aquéllos ayeres, que esta institución procedimental era propia de países anglosajones, donde el nivel educativo, cultural y de conciencia de los operadores era muy, pero muy superior al de los nuestros, que los valores judiciales relacionados con la honestidad, la independencia, al imparcialidad, vocación y preparación, como condiciones indispensables para obtener resultados socialmente satisfactorios y aceptados, eran plenamente vividos en aquéllas naciones, a la par de que existía una sociedad altamente educada que sostenía y valoraba muy alto esta labor jurisdiccional, considerándose, inclusive, por algunos tratadistas, que había una especie de “gobierno de los jueces”, con lo que se significa el gran poder y respeto que merecen las decisiones que se toman en los tribunales. Se dijo, y se dice, en este sentido, que el sistema penal acusatorio y oral ha funcionado en los países más desarrollados debido a la honestidad y transparencia con que se han conducido los juzgadores, y que, probablemente, podíamos estar muy lejos, como sociedad en su conjunto, de vivir plenamente estos méritos personales y colectivos que se acaban de mencionar, y que en tal sentido, siempre ha sido un presupuesto indispensable para el correcto funcionamiento de este nuevo sistema acusatorio, la calidad humana en el nivel que ya se ha mencionado.

Los detractores y críticos de la implementación de este sistema en nuestro país, consideraban, y siguen considerando, un gran riesgo para la vigencia de la justicia, la facultades tan laxas y discrecionales con las que el nuevo sistema dota a los juzgadores, concediéndoles atribuciones potestativas y facultativas muy genéricas para decidir, en determinados momentos, sobre uno de los bienes más preciados del ser humano como lo es la libertad personal. Ese bien jurídico tutelado que es la libertad, en el proceso penal puede verse afectada en dos momentos fundamentales: bien sea al momento de dictar medidas cautelares como la prisión preventiva justificada, o bien, al momento de la sentencia definitiva.

Por ejemplo, en materia de prisión preventiva, que es la que se dicta en contra de una persona que apenas va a ser juzgada, y tiene, como objetivo fundamental, el garantizar que el presunto inocente (o culpable, ya no se sabe) no se sustraiga a la acción de la justicia, el viejo sistema penal establecía una lista limitada y concreta de delitos por los cuales se podía establecer de manera oficiosa, es decir, siempre, dejando como excepción a la regla que el juzgador, con pruebas concretas, pudiera decretarla de manera excepcional, pero sólo cuando se tenían elementos y se justificaba. Este sistema daba mucha seguridad, pues la labor del juzgador se constreñía a revisar en una lista cerrada si el crimen por el que iba a ser juzgada una persona estaba allí, y en ese caso, le dictaba prisión preventiva oficiosa, de otra manera, habría que darle la libertad bajo caución, como regla general.

En cambio, en el actual sistema, aunque existe también una lista de los llamados delitos que requieren prisión preventiva oficiosa, y se ha cacaraqueado mucho el llamado principio de presunción de inocencia, lo cierto es que los artículos 167, 168, 169 y 170 del Código Nacional de Procedimientos Penales establece una serie de supuestos para la aplicación de la prisión preventiva justificada (peligro de sustracción del imputado, peligro de obstaculización del desarrollo de la investigación, riesgo para la víctima u ofendido, testigos o para la comunidad), con una regulación tan general, vaga y amplia, que casi todo cabe en esas hipótesis normativas para aplicarla, por las excusas más irrisorias, como ya se ha visto en innumerables casos concretos.

Reflexiones, estas sí, pertinentes, idóneas y suficientes, a propósito del escándalo nacional que se ha causado por la imposición de esta medida cautelar a una ex secretaria de estado en el sexenio pasado. Para constancia.

Desde hace años, cuando se anunció la aprobación de la reforma constitucional y legal que establecía los llamados juicios orales en materia penal, hubo un intenso debate a cerca de la idoneidad y pertinencia de establecer este tipo de procedimientos atentos a las particularidades culturales y sociales de nuestro país. Se dijo, en aquéllos ayeres, que esta institución procedimental era propia de países anglosajones, donde el nivel educativo, cultural y de conciencia de los operadores era muy, pero muy superior al de los nuestros, que los valores judiciales relacionados con la honestidad, la independencia, al imparcialidad, vocación y preparación, como condiciones indispensables para obtener resultados socialmente satisfactorios y aceptados, eran plenamente vividos en aquéllas naciones, a la par de que existía una sociedad altamente educada que sostenía y valoraba muy alto esta labor jurisdiccional, considerándose, inclusive, por algunos tratadistas, que había una especie de “gobierno de los jueces”, con lo que se significa el gran poder y respeto que merecen las decisiones que se toman en los tribunales. Se dijo, y se dice, en este sentido, que el sistema penal acusatorio y oral ha funcionado en los países más desarrollados debido a la honestidad y transparencia con que se han conducido los juzgadores, y que, probablemente, podíamos estar muy lejos, como sociedad en su conjunto, de vivir plenamente estos méritos personales y colectivos que se acaban de mencionar, y que en tal sentido, siempre ha sido un presupuesto indispensable para el correcto funcionamiento de este nuevo sistema acusatorio, la calidad humana en el nivel que ya se ha mencionado.

Los detractores y críticos de la implementación de este sistema en nuestro país, consideraban, y siguen considerando, un gran riesgo para la vigencia de la justicia, la facultades tan laxas y discrecionales con las que el nuevo sistema dota a los juzgadores, concediéndoles atribuciones potestativas y facultativas muy genéricas para decidir, en determinados momentos, sobre uno de los bienes más preciados del ser humano como lo es la libertad personal. Ese bien jurídico tutelado que es la libertad, en el proceso penal puede verse afectada en dos momentos fundamentales: bien sea al momento de dictar medidas cautelares como la prisión preventiva justificada, o bien, al momento de la sentencia definitiva.

Por ejemplo, en materia de prisión preventiva, que es la que se dicta en contra de una persona que apenas va a ser juzgada, y tiene, como objetivo fundamental, el garantizar que el presunto inocente (o culpable, ya no se sabe) no se sustraiga a la acción de la justicia, el viejo sistema penal establecía una lista limitada y concreta de delitos por los cuales se podía establecer de manera oficiosa, es decir, siempre, dejando como excepción a la regla que el juzgador, con pruebas concretas, pudiera decretarla de manera excepcional, pero sólo cuando se tenían elementos y se justificaba. Este sistema daba mucha seguridad, pues la labor del juzgador se constreñía a revisar en una lista cerrada si el crimen por el que iba a ser juzgada una persona estaba allí, y en ese caso, le dictaba prisión preventiva oficiosa, de otra manera, habría que darle la libertad bajo caución, como regla general.

En cambio, en el actual sistema, aunque existe también una lista de los llamados delitos que requieren prisión preventiva oficiosa, y se ha cacaraqueado mucho el llamado principio de presunción de inocencia, lo cierto es que los artículos 167, 168, 169 y 170 del Código Nacional de Procedimientos Penales establece una serie de supuestos para la aplicación de la prisión preventiva justificada (peligro de sustracción del imputado, peligro de obstaculización del desarrollo de la investigación, riesgo para la víctima u ofendido, testigos o para la comunidad), con una regulación tan general, vaga y amplia, que casi todo cabe en esas hipótesis normativas para aplicarla, por las excusas más irrisorias, como ya se ha visto en innumerables casos concretos.

Reflexiones, estas sí, pertinentes, idóneas y suficientes, a propósito del escándalo nacional que se ha causado por la imposición de esta medida cautelar a una ex secretaria de estado en el sexenio pasado. Para constancia.