/ lunes 11 de noviembre de 2019

La función judicial

Cuando las sociedades anteriores a la nuestra decidieron organizarse en un Estado moderno, y con el objeto de garantizar el pleno respeto por parte de ese mismo ente público a eso que se denomina derechos humanos o garantías individuales, se pensó en dividir el ejercicio del poder en tres ramas, para crear una especie de pesos y contrapesos gubernamentales internos a fin de asegurar ese respeto a los derechos fundamentales del ciudadano.

De esta forma se pensó que si se dividía el Estado en un poder legislativo, que se encargaría de la elaboración de las normas generales obligatorias (leyes), en un poder ejecutivo, que se encargaría en general de administrar, y en un poder judicial, que tendría la función de dirimir las controversias que surgieran entre los individuos entre sí, y entre los individuos con el propio Estado, por actos lesivos a sus intereses, se podría tener ese sistema que respaldara el respeto a los derechos universales.

Es decir, no obstante que el poder omnímodo de los entes gubernamentales es uno, en estricta teoría constitucional, su ejercicio se divide en estas tres ramas mencionadas, lo que avalaría, de cierta forma, la plena vigencia y respeto a los derechos de las personas, pues se parte de la idea del denominado “contrato social”, en el cual son los individuos o las sociedades en su conjunto las que crean la entelequia denominada Estado, y que, por conveniencia colectiva, le ceden a este ciertas funciones, con la finalidad última de lograr el bien común, y, en todo caso, el desarrollo armónico de las complejas y atropelladas relaciones humanas.

En esta distribución de facultades mencionada, se ideó que debiera ser el poder judicial (los jueces, magistrados y ministros) quienes tuvieran la atribución de imponer sanciones a un individuo cuando su conducta pudiera lesionar los valores que detenta un determinado grupo social. Así, por ejemplo, es el poder judicial el que tiene la facultad de aplicar la pena de prisión a un delincuente, y, en todo caso, decidir sobre la confiscación y remate de sus bienes; de igual forma, esta rama del Estado es la que determina el embargo de bienes de un deudor moroso y, eventualmente, el remate a favor del acreedor para colmar su deuda no cumplida en forma y tiempo. Y, en general, cuando se trate de afectar a una persona en su libertad, propiedades, posesiones y cualquier derecho, por mínimo que éste sea, son los togados judiciales quienes tienen la última palabra.

Lo anterior no se contrapone con el hecho de que, por ejemplo, la potestad para investigar un delito o la atribución para indagar sobre la comisión de alguna infracción fiscal o administrativa, la que sea, sea parte de las atribuciones legales que tiene a su cargo el poder ejecutivo, a través de las instancias subordinadas. Pero, insistimos, la decisión y determinación última sobre el menoscabo a cualquier derecho de un individuo debe recaer en el Poder Judicial, pues de otra forma se estaría socavando en su esencia ese sistema de pesos y contrapesos gubernamentales que es parte medular de la estructura democrática y legal de los Estados modernos.

Por las anteriores razones nos resulta incomprensible, desde el punto de vista del pleno respeto de los derechos humanos y de la vigencia de un real estado de derecho, la pretensión para dar competencia a una dependencia del ejecutivo para que pueda embargar y asegurar cuentas bancarias de particulares y luego iniciar procedimientos de extinción de dominio sobre las mismas, pues se rompe con todo este sistema de garantías para que la sociedad funcione con apego a la Constitución y al pacto social que la fundamenta, ya que, al final de cuentas, esta Carta Magna es un un documento que contiene las reglas consensadas a las que hay que someternos todos, principalmente el propio Estado, para vivir en armonía y paz democrática.

Ojalá se recapacite sobre este punto.

Cuando las sociedades anteriores a la nuestra decidieron organizarse en un Estado moderno, y con el objeto de garantizar el pleno respeto por parte de ese mismo ente público a eso que se denomina derechos humanos o garantías individuales, se pensó en dividir el ejercicio del poder en tres ramas, para crear una especie de pesos y contrapesos gubernamentales internos a fin de asegurar ese respeto a los derechos fundamentales del ciudadano.

De esta forma se pensó que si se dividía el Estado en un poder legislativo, que se encargaría de la elaboración de las normas generales obligatorias (leyes), en un poder ejecutivo, que se encargaría en general de administrar, y en un poder judicial, que tendría la función de dirimir las controversias que surgieran entre los individuos entre sí, y entre los individuos con el propio Estado, por actos lesivos a sus intereses, se podría tener ese sistema que respaldara el respeto a los derechos universales.

Es decir, no obstante que el poder omnímodo de los entes gubernamentales es uno, en estricta teoría constitucional, su ejercicio se divide en estas tres ramas mencionadas, lo que avalaría, de cierta forma, la plena vigencia y respeto a los derechos de las personas, pues se parte de la idea del denominado “contrato social”, en el cual son los individuos o las sociedades en su conjunto las que crean la entelequia denominada Estado, y que, por conveniencia colectiva, le ceden a este ciertas funciones, con la finalidad última de lograr el bien común, y, en todo caso, el desarrollo armónico de las complejas y atropelladas relaciones humanas.

En esta distribución de facultades mencionada, se ideó que debiera ser el poder judicial (los jueces, magistrados y ministros) quienes tuvieran la atribución de imponer sanciones a un individuo cuando su conducta pudiera lesionar los valores que detenta un determinado grupo social. Así, por ejemplo, es el poder judicial el que tiene la facultad de aplicar la pena de prisión a un delincuente, y, en todo caso, decidir sobre la confiscación y remate de sus bienes; de igual forma, esta rama del Estado es la que determina el embargo de bienes de un deudor moroso y, eventualmente, el remate a favor del acreedor para colmar su deuda no cumplida en forma y tiempo. Y, en general, cuando se trate de afectar a una persona en su libertad, propiedades, posesiones y cualquier derecho, por mínimo que éste sea, son los togados judiciales quienes tienen la última palabra.

Lo anterior no se contrapone con el hecho de que, por ejemplo, la potestad para investigar un delito o la atribución para indagar sobre la comisión de alguna infracción fiscal o administrativa, la que sea, sea parte de las atribuciones legales que tiene a su cargo el poder ejecutivo, a través de las instancias subordinadas. Pero, insistimos, la decisión y determinación última sobre el menoscabo a cualquier derecho de un individuo debe recaer en el Poder Judicial, pues de otra forma se estaría socavando en su esencia ese sistema de pesos y contrapesos gubernamentales que es parte medular de la estructura democrática y legal de los Estados modernos.

Por las anteriores razones nos resulta incomprensible, desde el punto de vista del pleno respeto de los derechos humanos y de la vigencia de un real estado de derecho, la pretensión para dar competencia a una dependencia del ejecutivo para que pueda embargar y asegurar cuentas bancarias de particulares y luego iniciar procedimientos de extinción de dominio sobre las mismas, pues se rompe con todo este sistema de garantías para que la sociedad funcione con apego a la Constitución y al pacto social que la fundamenta, ya que, al final de cuentas, esta Carta Magna es un un documento que contiene las reglas consensadas a las que hay que someternos todos, principalmente el propio Estado, para vivir en armonía y paz democrática.

Ojalá se recapacite sobre este punto.