/ viernes 25 de mayo de 2018

La metamorfosis de la democracia nacional

La forma democrática de gobierno no puede concebirse sin un orden jurídico que la regule y establezca claramente los límites del poder instituido, pero existen democracias accidentales cuyo máximo órgano jurisdiccional admite que violar el derecho y la soberanía de otro Estado es una forma lícita de actuar. Es evidente que en nuestra nación estamos lejos aún de ser una democracia perfecta, pero ¿cuál lo es?, las hay que formalmente parecen impecables y detrás de la fachada competitiva de sus espectáculos electorales, se encuentran profundos desgarres raciales y económicos que condenan a sus poblaciones marginadas a un Estado de sumisión permanente en un contexto ilusorio de igualdad de oportunidades.

Por otra parte hay democracia que lo que predican hacia adentro no lo predican en el ámbito de la convivencia internacional. Hay algunas democracias que evidentemente están marcadas por el permanente síndrome de la inestabilidad, en las que fragmentan tanto las corrientes políticas, que los gobiernos se suceden vertiginosamente sin poder crear bases de consenso duraderas. Las hay democracias que viven bajo el persistente amago de un militarismo intolerante que asecha constantemente para hacerse con el poder al menor descuido de la clase política civil. Por consecuencia, nadie puede presumir de una democracia impecable e impoluta, y ello es normal: la naturaleza humana, el carácter de los pueblos, las condiciones de su desenvolvimiento y hasta su situación geográfica, tienen que ver con el talante que presenta la democracia que pretenden construir.

La historia y su composición social de nuestro país puede ufanarse de que sin rupturas ha ido edificando la suya a lo largo de la presente centuria, una vez que la erupción revolucionaria destruyó el autoritarismo y el anquilosamiento del régimen porfirista. El origen revolucionario del sistema democrático mexicano no puede perderse de vista si se pretende comprender la naturaleza de este. Se debe tener en cuenta que se revelaron juntos una parte de la burguesía y una gran proporción del pueblo legítimo; que en las acciones revolucionarias coincidieron criollos, mestizos e indígenas, que la mujer tuvo una inmensa participación en un plano igualitario con el hombre; que la guerra requiere de caudillos fuertes para conducir a sus huestes a la victoria y que la disciplina, entendida como lealtad inquebrantable al jefe, es indispensable para mantener unido al grupo en la batalla.

La forma democrática de gobierno no puede concebirse sin un orden jurídico que la regule y establezca claramente los límites del poder instituido, pero existen democracias accidentales cuyo máximo órgano jurisdiccional admite que violar el derecho y la soberanía de otro Estado es una forma lícita de actuar. Es evidente que en nuestra nación estamos lejos aún de ser una democracia perfecta, pero ¿cuál lo es?, las hay que formalmente parecen impecables y detrás de la fachada competitiva de sus espectáculos electorales, se encuentran profundos desgarres raciales y económicos que condenan a sus poblaciones marginadas a un Estado de sumisión permanente en un contexto ilusorio de igualdad de oportunidades.

Por otra parte hay democracia que lo que predican hacia adentro no lo predican en el ámbito de la convivencia internacional. Hay algunas democracias que evidentemente están marcadas por el permanente síndrome de la inestabilidad, en las que fragmentan tanto las corrientes políticas, que los gobiernos se suceden vertiginosamente sin poder crear bases de consenso duraderas. Las hay democracias que viven bajo el persistente amago de un militarismo intolerante que asecha constantemente para hacerse con el poder al menor descuido de la clase política civil. Por consecuencia, nadie puede presumir de una democracia impecable e impoluta, y ello es normal: la naturaleza humana, el carácter de los pueblos, las condiciones de su desenvolvimiento y hasta su situación geográfica, tienen que ver con el talante que presenta la democracia que pretenden construir.

La historia y su composición social de nuestro país puede ufanarse de que sin rupturas ha ido edificando la suya a lo largo de la presente centuria, una vez que la erupción revolucionaria destruyó el autoritarismo y el anquilosamiento del régimen porfirista. El origen revolucionario del sistema democrático mexicano no puede perderse de vista si se pretende comprender la naturaleza de este. Se debe tener en cuenta que se revelaron juntos una parte de la burguesía y una gran proporción del pueblo legítimo; que en las acciones revolucionarias coincidieron criollos, mestizos e indígenas, que la mujer tuvo una inmensa participación en un plano igualitario con el hombre; que la guerra requiere de caudillos fuertes para conducir a sus huestes a la victoria y que la disciplina, entendida como lealtad inquebrantable al jefe, es indispensable para mantener unido al grupo en la batalla.

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