/ jueves 25 de febrero de 2021

La puerta de Jano | Un viajero curioso

Buscando y re buscando en mi biblioteca fuentes para los estudios de las haciendas que uno de mis alumnos ha emprendido con gran enjundia y placer, encontré un librito que se llamaba así, a secas: Haciendas. No cuenta con ningún indicio de dónde, ni cuándo fue comprado, cuánto costó, nada. Y sinceramente confieso que no lo había abierto. Dada la urgencia del caso me puse a hojearlo con gran expectativa y me encontré con una grata sorpresa. Su autor es un teulense zacatecano llamado Luis Sandoval Godoy, la reedición es del año 2008. Pero hasta donde anuncia la contraportada su publicación fue un golpe de suerte. Agustín Yañez, el autor de Al filo del Agua, recibió en 1973 un mamotreto de hojas escritas a máquina de autoría de un periodista de Zacatecas. El libro se publicó en 1974 y fue el cuarto de una veintena de libros de este también literato, entonces profesor de la Universidad de Guadalajara.

Mis estudios de arquitectura e historia esperaban una seria narrativa respaldada con documentos, planos, mapas y demás, pero en cambio encontré la campechana poesía de ese caminante despreocupado, de ese que se maravilla tanto con la porosa madera del yugo de una yunta, sujeta a la pértiga del carro; así como con la resonancia de la campana pendiente de un majestuoso campanario.

Hizo largos peregrinajes acompañado de amigos y encontrándose con unos que en eso se convirtieron tras largas caminatas y charlas entre ruinas, desvencijadas puertas y corredores con longevas arcadas esperando el regreso de las golondrinas. El libro recoge descripciones de distintas haciendas levantadas en las regiones entre Zacatecas, Aguascalientes, Jalisco y San Luis Potosí. Era el andar tranquilo y pausado de un visitador que un día se levanta y camina para donde apunta el zapato. Este tipo de lecturas son como novelas surrealistas, como relatos de Gabriel García Márquez. ¿Alguien sabe dónde estaba Macondo? Bueno, pues así, más o menos. A veces hay rastros geográficos, a veces hay genealogías humanas y por los apellidos infieres espacio y lugar. Pero eso sí, siempre hay charla amena y pacífica, no hay necesidad de poner en entre dicho las narraciones de los parroquianos y las señoras cuidadoras de las grandes bodegas, las comadres del pueblo.

Esta primigenia forma de acercarse a las haciendas en los años setenta es herencia de un imaginario del abandono, de las glorias pasadas y “recuperadas” a partir del movimiento agrario, pero más que otra cosa, de la súbita caída de las unidades de producción que otrora albergaron todo tipo de dádivas de la tierra, convirtiéndose en los grandes latifundios de México, desde la perspectiva de François Chevalier. Alguien tenía que empezar y qué mejor de un zacatecano para los zacatecanos que nos acerca con gusto y regocijo a esta narrativa exenta de datos, pero sí abundante en olores y sabores a tortilla quemada, a incienso y agua revuelta, a lluvia de temporal, a tierra seca y polvorosa y a manos llenas de callosidades por el uso del azadón.

Buscando y re buscando en mi biblioteca fuentes para los estudios de las haciendas que uno de mis alumnos ha emprendido con gran enjundia y placer, encontré un librito que se llamaba así, a secas: Haciendas. No cuenta con ningún indicio de dónde, ni cuándo fue comprado, cuánto costó, nada. Y sinceramente confieso que no lo había abierto. Dada la urgencia del caso me puse a hojearlo con gran expectativa y me encontré con una grata sorpresa. Su autor es un teulense zacatecano llamado Luis Sandoval Godoy, la reedición es del año 2008. Pero hasta donde anuncia la contraportada su publicación fue un golpe de suerte. Agustín Yañez, el autor de Al filo del Agua, recibió en 1973 un mamotreto de hojas escritas a máquina de autoría de un periodista de Zacatecas. El libro se publicó en 1974 y fue el cuarto de una veintena de libros de este también literato, entonces profesor de la Universidad de Guadalajara.

Mis estudios de arquitectura e historia esperaban una seria narrativa respaldada con documentos, planos, mapas y demás, pero en cambio encontré la campechana poesía de ese caminante despreocupado, de ese que se maravilla tanto con la porosa madera del yugo de una yunta, sujeta a la pértiga del carro; así como con la resonancia de la campana pendiente de un majestuoso campanario.

Hizo largos peregrinajes acompañado de amigos y encontrándose con unos que en eso se convirtieron tras largas caminatas y charlas entre ruinas, desvencijadas puertas y corredores con longevas arcadas esperando el regreso de las golondrinas. El libro recoge descripciones de distintas haciendas levantadas en las regiones entre Zacatecas, Aguascalientes, Jalisco y San Luis Potosí. Era el andar tranquilo y pausado de un visitador que un día se levanta y camina para donde apunta el zapato. Este tipo de lecturas son como novelas surrealistas, como relatos de Gabriel García Márquez. ¿Alguien sabe dónde estaba Macondo? Bueno, pues así, más o menos. A veces hay rastros geográficos, a veces hay genealogías humanas y por los apellidos infieres espacio y lugar. Pero eso sí, siempre hay charla amena y pacífica, no hay necesidad de poner en entre dicho las narraciones de los parroquianos y las señoras cuidadoras de las grandes bodegas, las comadres del pueblo.

Esta primigenia forma de acercarse a las haciendas en los años setenta es herencia de un imaginario del abandono, de las glorias pasadas y “recuperadas” a partir del movimiento agrario, pero más que otra cosa, de la súbita caída de las unidades de producción que otrora albergaron todo tipo de dádivas de la tierra, convirtiéndose en los grandes latifundios de México, desde la perspectiva de François Chevalier. Alguien tenía que empezar y qué mejor de un zacatecano para los zacatecanos que nos acerca con gusto y regocijo a esta narrativa exenta de datos, pero sí abundante en olores y sabores a tortilla quemada, a incienso y agua revuelta, a lluvia de temporal, a tierra seca y polvorosa y a manos llenas de callosidades por el uso del azadón.