/ jueves 17 de marzo de 2022

Marco Vinicio

La última vez que me encontré con el profesor Marco Vinicio Flores, hará cosa de unas cuatro o cinco semanas, me dijo casi lo mismo que solía hacer desde que nos conocemos: “Ahora si, dime la verdad, cuándo vamos a bardear ese Remolino, ya ponle fecha…”

Nos tropezamos en una especie vendimia de una vinícola camino a San Luis Potosí y lo vi afectado en su otrora seguro caminar, con un ligero tropiezo en su andar, pero con el buen humor intacto que lo distinguía desde el inicio de sus tiempos. Me dijo que algo así como que el ácido úrico se le había subido hasta sus extremidades inferiores y que su azúcar en la sangre ya le daba solamente para una ración diaria de unos pocos mililitros de tinto, pero que, qué fregados, que el consejo de los médicos habría que enterrarlos en el baúl de asuntos de generales y sin importancia, pues la felicidad era lo primero en este mundo ingrato.

Lo de la referencia a la barda perimetral que habría que construir en un pueblo llamado El Remolino (en donde el escribiente de estas líneas pasó sus infancias y parte de sus juventudes primeras) se debía a que, me comentaba, si sabía que “…hace varios años, un grupo de distinguidísimos ciudadanos originarios de ese punto celeste ubicado en el preciso centro del universo, habían acudido al Gobernador del Estado para solicitarle, encarecidamente, se construyera un manicomio en un predio cercano, petición que obedecía al elevado porcentaje de la población de ese lugar que padecía de algún trastorno del carácter o conductual, que para los efectos es lo mismo, pero que sería de gran ayuda para tratar de recuperar la salud mental de esas generalidades perdidas en los vericuetos insondeables de las conciencias…” El maestro Marco me comentó que la respuesta del Gobernador a esa comitiva peticionaria fue tajante: “Canijos, mejor les circulo todo el rancho con una tapia tipo muralla china y así nos ahorramos un dineral…, etcétera…”

Poseedor de un carácter agradable, apacible y cordial, afable, pues, de fácil trato, solía departir comidas y vino con anécdotas de personajes pueblerinos que denotaban su profundo conocimiento de esa sociología local enraizada en los andurriales de un pueblo del sur del Estado sumido en sueños irreales de progenitores franceses inexistentes y de riquezas monetarias ilusorias basadas en carretadas de dólares que anidan sólo en la imaginación colectiva, y en donde todos los productos y cosas originarias de ese lugar, cómo una simple papaya o una pitaya, son “los mejores del mundo entero”.

Por supuesto nunca faltaron, en esas lecciones de psicología social anecdotada, las leyendas urbanas de personajes provinciales como “El Locatel del Pueblo”, “El Siete”, “El Ocho”, “El Charrito Pérez”, “El Mequetrefe”, “La Burra”, etcétera.

Servidor público honesto, sin duda alguna, que supo mantener su integridad personal en un momento donde la rapacidad incontrolable era el signo distintivo de la Casa Real en aquéllos cercanos ayeres.

Por supuesto, su ausencia nos dejará un vacío profundo por esas amenas lecciones no recibidas de política y administración pública que deberían haber tomado los pasados, presentes y futuros intentos de dirigentes que pululan en todas las latitudes y altitudes de este descarriado país.

La última vez que me encontré con el profesor Marco Vinicio Flores, hará cosa de unas cuatro o cinco semanas, me dijo casi lo mismo que solía hacer desde que nos conocemos: “Ahora si, dime la verdad, cuándo vamos a bardear ese Remolino, ya ponle fecha…”

Nos tropezamos en una especie vendimia de una vinícola camino a San Luis Potosí y lo vi afectado en su otrora seguro caminar, con un ligero tropiezo en su andar, pero con el buen humor intacto que lo distinguía desde el inicio de sus tiempos. Me dijo que algo así como que el ácido úrico se le había subido hasta sus extremidades inferiores y que su azúcar en la sangre ya le daba solamente para una ración diaria de unos pocos mililitros de tinto, pero que, qué fregados, que el consejo de los médicos habría que enterrarlos en el baúl de asuntos de generales y sin importancia, pues la felicidad era lo primero en este mundo ingrato.

Lo de la referencia a la barda perimetral que habría que construir en un pueblo llamado El Remolino (en donde el escribiente de estas líneas pasó sus infancias y parte de sus juventudes primeras) se debía a que, me comentaba, si sabía que “…hace varios años, un grupo de distinguidísimos ciudadanos originarios de ese punto celeste ubicado en el preciso centro del universo, habían acudido al Gobernador del Estado para solicitarle, encarecidamente, se construyera un manicomio en un predio cercano, petición que obedecía al elevado porcentaje de la población de ese lugar que padecía de algún trastorno del carácter o conductual, que para los efectos es lo mismo, pero que sería de gran ayuda para tratar de recuperar la salud mental de esas generalidades perdidas en los vericuetos insondeables de las conciencias…” El maestro Marco me comentó que la respuesta del Gobernador a esa comitiva peticionaria fue tajante: “Canijos, mejor les circulo todo el rancho con una tapia tipo muralla china y así nos ahorramos un dineral…, etcétera…”

Poseedor de un carácter agradable, apacible y cordial, afable, pues, de fácil trato, solía departir comidas y vino con anécdotas de personajes pueblerinos que denotaban su profundo conocimiento de esa sociología local enraizada en los andurriales de un pueblo del sur del Estado sumido en sueños irreales de progenitores franceses inexistentes y de riquezas monetarias ilusorias basadas en carretadas de dólares que anidan sólo en la imaginación colectiva, y en donde todos los productos y cosas originarias de ese lugar, cómo una simple papaya o una pitaya, son “los mejores del mundo entero”.

Por supuesto nunca faltaron, en esas lecciones de psicología social anecdotada, las leyendas urbanas de personajes provinciales como “El Locatel del Pueblo”, “El Siete”, “El Ocho”, “El Charrito Pérez”, “El Mequetrefe”, “La Burra”, etcétera.

Servidor público honesto, sin duda alguna, que supo mantener su integridad personal en un momento donde la rapacidad incontrolable era el signo distintivo de la Casa Real en aquéllos cercanos ayeres.

Por supuesto, su ausencia nos dejará un vacío profundo por esas amenas lecciones no recibidas de política y administración pública que deberían haber tomado los pasados, presentes y futuros intentos de dirigentes que pululan en todas las latitudes y altitudes de este descarriado país.