/ miércoles 12 de junio de 2019

País basura

A todos los que estudiamos en universidades públicas en los tardados años ochentas se nos enseñó que el sistema capitalista de producción contenía un algoritmo imperfecto en su concepción, diseño y funcionamiento que lo hacía predeciblemente tendiente a la caducidad indefectible y al entropía congénita, es decir, que desde su inicio estaba concebida su propia muerte y destrucción por el egoísmo intrínseco en su moral torcida. Y que, en cambio, el socialismo sería el nuevo régimen que las masas asumirían como una estadía superior en la evolución humana, para terminar en el comunismo, que sería la forma de vida ideal, concebida seguramente por una mente divina que buscaba la igualdad y la felicidad eterna en este mundo. Lo creyéramos o no, esta era la doctrina que se pregonaba a rajatabla en todas las facultades de las instituciones de educación superior estatales, las cuales durante muchas décadas se convirtieron en basureros de políticos de izquierdas, incómodos al poder, y a quienes se entregó este botín académico a cambio de no estorbar a la democracia del otrora partido político hegemónico. Estos acomodaticios de los presupuestos públicos, intentos de profesorado de pedigrí de educación superior, se las ingeniaron para que, por ejemplo, hasta los pulcros estudiantes de medicina recibieran su dosis de clases de economía marxista.

Con el pasar del tiempo, y en realidad de muy pocos años, las generaciones adormiladas que recibimos estas enseñanzas de izquierdas trasnochadas, nos fuimos dando cuenta de la caída estrepitosa del llamado socialismo real, con el debacle de la Unión Soviética, el desastre insensato y terco de Cuba y la ascensión ahora de China como el paladín en la defensa del libre comercio mundial. A la par de lo anterior, empezamos a entender la asombrosa capacidad de adaptación del sistema capitalista, que pese a las crisis cíclicas y recurrentes, que fueron objeto de las más acérrimas críticas de sus enemigos, se levantó con más fuerza después de cada tropezón.

También somos testigos de los múltiples mecanismos de corrección y disciplina que existen al interior y entre los diversos países que forman este bloque capitalista. Entre ellos se encuentran en de las llamadas calificadoras de riesgo - país, que no son sino instituciones que miden, con algunas variables preestablecidas, el nivel y grado en que una nación determinada sigue o se desvía de las reglas generales de funcionamiento del capitalismo en el área específica que se relaciona con los riesgos inherentes a las inversiones y a las financiaciones de un país en contraste con otro. En este contexto, una calificadora asigna un “rating” o calificación a los países dependiendo del grado de seguridad de las inversiones o préstamos que se dan en esa nación determinada, y así, la calificación otorgada puede ir desde considerar a un estado con un altísimo grado de confiabilidad, hasta considerarlo como un país basura, es decir, con un nivel de impago total.

Y es así que nos hemos dado cuenta que México recientemente fue calificado con un grado medio inferior en la confianza de inversión, lo que implica considerarlo con un “grado de no inversión especulativa”, colocado en una décima línea por debajo de la mejor calificación posible. La noticia anterior se dio después de que la deuda de Petróleos Mexicanos (Pemex), fuera colocada casi en un grado de bonos basura.

Lo anterior tiene múltiples consecuencias negativas para la economía nacional y para el bolsillo de todos los mexicanos, entre otras cosas, que pagaremos más por los préstamos que tenemos y que recibiremos, junto con la posibilidad de una ya inocultable recesión económica.

Pero lo más importante es que, este grado de calificación otorgado, es una poderosa reprimenda, con consecuencias de probable catástrofe bíblica, debido a que algo estamos haciendo terriblemente mal en relación con las reglas que rigen las economías capitalistas.

A todos los que estudiamos en universidades públicas en los tardados años ochentas se nos enseñó que el sistema capitalista de producción contenía un algoritmo imperfecto en su concepción, diseño y funcionamiento que lo hacía predeciblemente tendiente a la caducidad indefectible y al entropía congénita, es decir, que desde su inicio estaba concebida su propia muerte y destrucción por el egoísmo intrínseco en su moral torcida. Y que, en cambio, el socialismo sería el nuevo régimen que las masas asumirían como una estadía superior en la evolución humana, para terminar en el comunismo, que sería la forma de vida ideal, concebida seguramente por una mente divina que buscaba la igualdad y la felicidad eterna en este mundo. Lo creyéramos o no, esta era la doctrina que se pregonaba a rajatabla en todas las facultades de las instituciones de educación superior estatales, las cuales durante muchas décadas se convirtieron en basureros de políticos de izquierdas, incómodos al poder, y a quienes se entregó este botín académico a cambio de no estorbar a la democracia del otrora partido político hegemónico. Estos acomodaticios de los presupuestos públicos, intentos de profesorado de pedigrí de educación superior, se las ingeniaron para que, por ejemplo, hasta los pulcros estudiantes de medicina recibieran su dosis de clases de economía marxista.

Con el pasar del tiempo, y en realidad de muy pocos años, las generaciones adormiladas que recibimos estas enseñanzas de izquierdas trasnochadas, nos fuimos dando cuenta de la caída estrepitosa del llamado socialismo real, con el debacle de la Unión Soviética, el desastre insensato y terco de Cuba y la ascensión ahora de China como el paladín en la defensa del libre comercio mundial. A la par de lo anterior, empezamos a entender la asombrosa capacidad de adaptación del sistema capitalista, que pese a las crisis cíclicas y recurrentes, que fueron objeto de las más acérrimas críticas de sus enemigos, se levantó con más fuerza después de cada tropezón.

También somos testigos de los múltiples mecanismos de corrección y disciplina que existen al interior y entre los diversos países que forman este bloque capitalista. Entre ellos se encuentran en de las llamadas calificadoras de riesgo - país, que no son sino instituciones que miden, con algunas variables preestablecidas, el nivel y grado en que una nación determinada sigue o se desvía de las reglas generales de funcionamiento del capitalismo en el área específica que se relaciona con los riesgos inherentes a las inversiones y a las financiaciones de un país en contraste con otro. En este contexto, una calificadora asigna un “rating” o calificación a los países dependiendo del grado de seguridad de las inversiones o préstamos que se dan en esa nación determinada, y así, la calificación otorgada puede ir desde considerar a un estado con un altísimo grado de confiabilidad, hasta considerarlo como un país basura, es decir, con un nivel de impago total.

Y es así que nos hemos dado cuenta que México recientemente fue calificado con un grado medio inferior en la confianza de inversión, lo que implica considerarlo con un “grado de no inversión especulativa”, colocado en una décima línea por debajo de la mejor calificación posible. La noticia anterior se dio después de que la deuda de Petróleos Mexicanos (Pemex), fuera colocada casi en un grado de bonos basura.

Lo anterior tiene múltiples consecuencias negativas para la economía nacional y para el bolsillo de todos los mexicanos, entre otras cosas, que pagaremos más por los préstamos que tenemos y que recibiremos, junto con la posibilidad de una ya inocultable recesión económica.

Pero lo más importante es que, este grado de calificación otorgado, es una poderosa reprimenda, con consecuencias de probable catástrofe bíblica, debido a que algo estamos haciendo terriblemente mal en relación con las reglas que rigen las economías capitalistas.