/ miércoles 2 de junio de 2021

¿Por qué votar?

Muchísima tinta y papel se ha gastado para anotar las razones válidas por las cuales los ciudadanos de cualquier país no deben pasar la oportunidad para expresar sus preferencias en las elecciones y determinar quiénes representarán sus intereses ante las diversas instancias de gobierno.

En un país como el nuestro, donde hace apenas pocos lustros comenzamos a construir un andamiaje institucional para que existan elecciones democráticas, y debido al peso de las desilusiones históricas en el tema, donde la constante siempre fue la existencia de diversos mecanismos reales que hacían nula o prácticamente nula la voluntad popular, no es fácil convencer a la gente de que vaya a cumplir con esta obligación ciudadana.

El calificativo que se utilizaba en el mundo para describir el estado de la soberanía mexicana en materia electoral era el de una “dictadura perfecta”; frase acuñada por un premio nobel de literatura que le valió la demonización eterna por parte de la clase política de este país, y, de facto, su expulsión inmediata de los círculos de poder más rancios de por aquél entonces, cuando se atrevió a decir tal blasfemia en contra de un inexistente orgullo nacional, aunque, habrá que decir, que todos los que vivimos experiencias comiciales de hace ya varios años, reconocemos la precisión descriptiva de tal adjetivo.

Ya sabemos que desde el punto de vista teórico el voto es una condición necesaria e indispensable para que un sistema político sea democrático, por lo menos desde la perspectiva de la filosofía de los países occidentales, circunstancia impensable en las dictaduras comunistoides que están al sur y al este de nuestro continente, encabezadas por intentos impresentables de Hitlercitos de Barrio, que han accedido al cargo ¡democráticamente!, vaya paradoja. En fin, todo un tema para los politólogos de esta contemporaneidad esquizoide en materia del ejercicio del poder público.

Sin embargo, quiero referirme aquí por los menos a tres razones prácticas por las cuales sí hay que ir a sufragar, aunque sigamos cuestionando el estado actual del sistema de partidos, dudemos de la validez y utilidad de nuestro sufragio, o bien, simplemente consideremos que el mundo de la política está poblado de imbecilidades andantes (razones todas válidas, pero no suficientes para no ir a votar):

Votar es un derecho. En el transcurso de la historia mundial en general, y de la historia nacional en particular, hubo muchos de nuestros predecesores que han muerto y, seguramente, seguirán muriendo, por mantener vigente el derecho a votar, a elegir a alguien que nos represente, aunque vayamos por la opción “menos peor”. Si la gente no ejerce este derecho, alguien lo hará.

Si no se vota, alguien más decidirá. El efecto de no expresar la voluntad a través del sufragio, cualquiera que sea el sentido de éste, significa, desde el punto de vista estadístico, que alguien o algún grupo de personas van a decidir. No votar es el grado máximo de irresponsabilidad ciudadana, luego no nos quejemos porque nuestra clase política anda gastándose nuestro dinero comprando ábacos de bolitas para hacer cálculos matemáticos cuando ya existen las computadoras cuánticas.

Si no se vota, puede haber afectaciones al bolsillo. ¿Has escuchado ya las propuestas de algunos candidatos que quieren establecer un impuesto a las herencias de hasta el 35% del valor comercial de los inmuebles, es decir, quitarte más de la tercera parte de lo que probablemente te pueden dejar tus padres algún día como patrimonio familiar? ¿o de algunos que desean cobrar cada año, sin falta, el tres por ciento del valor comercial de tus propiedades como impuesto predial, como si los servicios de agua, luz, drenaje, seguridad, etcétera de tu colonia se parecieran a los de Alemania, donde la gente bebe agua directa de la llave y es más probable morir de un ataque de lobos que sufrir un asalto? ¿o aquéllas iniciativas que quieren decomisarte tu patrimonio, sin juicio previo y en caliente, si no eres afín a un determinado catálogo partidista?

Muchísima tinta y papel se ha gastado para anotar las razones válidas por las cuales los ciudadanos de cualquier país no deben pasar la oportunidad para expresar sus preferencias en las elecciones y determinar quiénes representarán sus intereses ante las diversas instancias de gobierno.

En un país como el nuestro, donde hace apenas pocos lustros comenzamos a construir un andamiaje institucional para que existan elecciones democráticas, y debido al peso de las desilusiones históricas en el tema, donde la constante siempre fue la existencia de diversos mecanismos reales que hacían nula o prácticamente nula la voluntad popular, no es fácil convencer a la gente de que vaya a cumplir con esta obligación ciudadana.

El calificativo que se utilizaba en el mundo para describir el estado de la soberanía mexicana en materia electoral era el de una “dictadura perfecta”; frase acuñada por un premio nobel de literatura que le valió la demonización eterna por parte de la clase política de este país, y, de facto, su expulsión inmediata de los círculos de poder más rancios de por aquél entonces, cuando se atrevió a decir tal blasfemia en contra de un inexistente orgullo nacional, aunque, habrá que decir, que todos los que vivimos experiencias comiciales de hace ya varios años, reconocemos la precisión descriptiva de tal adjetivo.

Ya sabemos que desde el punto de vista teórico el voto es una condición necesaria e indispensable para que un sistema político sea democrático, por lo menos desde la perspectiva de la filosofía de los países occidentales, circunstancia impensable en las dictaduras comunistoides que están al sur y al este de nuestro continente, encabezadas por intentos impresentables de Hitlercitos de Barrio, que han accedido al cargo ¡democráticamente!, vaya paradoja. En fin, todo un tema para los politólogos de esta contemporaneidad esquizoide en materia del ejercicio del poder público.

Sin embargo, quiero referirme aquí por los menos a tres razones prácticas por las cuales sí hay que ir a sufragar, aunque sigamos cuestionando el estado actual del sistema de partidos, dudemos de la validez y utilidad de nuestro sufragio, o bien, simplemente consideremos que el mundo de la política está poblado de imbecilidades andantes (razones todas válidas, pero no suficientes para no ir a votar):

Votar es un derecho. En el transcurso de la historia mundial en general, y de la historia nacional en particular, hubo muchos de nuestros predecesores que han muerto y, seguramente, seguirán muriendo, por mantener vigente el derecho a votar, a elegir a alguien que nos represente, aunque vayamos por la opción “menos peor”. Si la gente no ejerce este derecho, alguien lo hará.

Si no se vota, alguien más decidirá. El efecto de no expresar la voluntad a través del sufragio, cualquiera que sea el sentido de éste, significa, desde el punto de vista estadístico, que alguien o algún grupo de personas van a decidir. No votar es el grado máximo de irresponsabilidad ciudadana, luego no nos quejemos porque nuestra clase política anda gastándose nuestro dinero comprando ábacos de bolitas para hacer cálculos matemáticos cuando ya existen las computadoras cuánticas.

Si no se vota, puede haber afectaciones al bolsillo. ¿Has escuchado ya las propuestas de algunos candidatos que quieren establecer un impuesto a las herencias de hasta el 35% del valor comercial de los inmuebles, es decir, quitarte más de la tercera parte de lo que probablemente te pueden dejar tus padres algún día como patrimonio familiar? ¿o de algunos que desean cobrar cada año, sin falta, el tres por ciento del valor comercial de tus propiedades como impuesto predial, como si los servicios de agua, luz, drenaje, seguridad, etcétera de tu colonia se parecieran a los de Alemania, donde la gente bebe agua directa de la llave y es más probable morir de un ataque de lobos que sufrir un asalto? ¿o aquéllas iniciativas que quieren decomisarte tu patrimonio, sin juicio previo y en caliente, si no eres afín a un determinado catálogo partidista?