El fracaso de los grandes partidos plantea un grave problema de gobernabilidad del Estado y la negativa valoración de los ciudadanos en política, un preocupante desapego social por nuestro sistema democrático. En estas circunstancias los planteamientos de reforma constitucional, de la que se habla mucho más que se concreta por los partidos políticos que hay que reformar, carecen de sentido por la imposibilidad de alcanzar acuerdos en un parlamento más fragmentado y extremista –incluso antisistema– que nunca.
Frente a las circunstancias descritas hay tres posibilidades: ignorarlas, afrontarlas para cambiar el sistema o aplicar recetas fragmentarias haciendo cambios poco a poco– para ir resolviendo uno a uno, sin prisa pero sin pausa, los principales problemas con un orden lógico y de abajo a arriba.
¿Quién puede estar en desacuerdo con un sistema electoral que garantice la estabilidad de los gobiernos, elimine las prebendas a los partidos y atraiga a la política a los mejores?