/ jueves 7 de julio de 2022

Sin educación

Extrañamente recuerdo con asombrosa claridad el primer día de clases en la escuela primaria, remembranzas que tienen lugar cuando nos enteramos de una noticia que detonó el regresar a estos tiempos ya acaecidos hace muchísimos ayeres. Era una mañana seca y templada de inicios de septiembre, nos formaron en el patio, el cual estaba rodeado por todos los salones que componían el escalafón de primaria, a excepción de los grados primero y sexto, los cuales estaban en el pasillo de entrada y colindando con el jardín frontal. Hicieron pasar a sus aulas a los alumnos que ya habían cursado un año en ese lugar, y que, a partir de ahora, se dirigían al grado inmediato superior, a excepción de nosotros, claro, que apenas comenzábamos. Entonces, al ser primerizos, ni siquiera sabíamos nuestra ubicación exacta en ese microcosmos de los iniciáticos saberes institucionalizados. Una vez que los existentes inquilinos ocuparon su nuevo espacio, nos indicaron pasar al espacio donde recibiríamos nuestra primer clase, y lo primero que vimos al entrar fue a un niño sentado dándonos la espalda en la banca de enfrente, casi pegado al pizarrón, un infante delgaducho, rubio y con la cabeza baja que ni siquiera se dignó voltear cuando entrábamos el resto de los que ahora seríamos sus nuevos compañeros. Alguien susurró: “es el que no pasó a segundo”, información que fue más tarde corroborada por nuestra estricta y diligente profesora, cuando una vez hecha la presentación por todos, le pidió al rezagado nos dijera su nombre, puntualizando, además, que era el único que no había obtenido una calificación satisfactoria en todos los cursos de todas las materias impartidas durante todo el ciclo escolar, y además, nos dijo: “espero que este año, nadie que se quede como este muchacho que prefirió jugar, en lugar de estudiar, faltar a clases, en lugar de ser responsable y obedecer a sus padres”.

Y así, la primer lección que se nos dio es que, si no queríamos ser el hazmerreír del grupo y, probablemente de todo el lugar, deberíamos aplicarnos y aprender porqué dos más dos son cuatro, y también a descifrar y verbalizar esas letras y números que estaban contenidos en nuestros libros y libretas de apuntes.

Ya a mediados de ese curso, nuestra educadora nos explicó con detalle y hasta lo enumeró en el pizarrón, que ella esperaba que al finalizar, y eso iba a ser objeto de las evaluaciones posteriores, supiéramos leer oraciones sencillas, escribir algunas acciones con sujeto, verbo y predicado, anotar los números mínimo hasta el cien, sumar hasta llegar a contar tres dígitos, restar, conocer los nombres de algunas plantas y animales y hacer todos los trabajos y tareas que se nos encomendara, sin faltar ninguno, pues al final final se revisarían todas las libretas de encomiendas vespertinas para cerciorarse de esa circunstancia, por lo que, ahora, supongo, nos estaba explicando con manzanitas que ella esperaba que adquiriéramos la competencia básica de la responsabilidad académica.

Y así, el resto de la primaria transcurrió en una lucha constante entre la ignorancia congénita con la que venimos al mundo, y esos saberes académicos que habría que ir adquiriendo a cierta edad, y en cierto momento del desarrollo neuronal, según ya sabemos lo explicó Jean Piaget: que si en tercer año multiplicar y dividir, que si en cuarto aprender los estados del país y sus capitales, que si en quinto a escribir con soltura, que si en sexto la raíz cuadrada y la anatomía básica que distingue a los hombres de las mujeres, etcétera.

Toda esta remembranza debido a una serie de terroríficas pesadillas que me han poseído en los últimos tiempos, y que vienen provocadas por una serie de ideas en el ámbito educativo, de las más subnormales que se tengan memoria desde que se inventó la escritura, y que tiene que ver con no exigir, ni pedir a los menores adquieran ciertas competencias básicas estandarizadas en la educación primaria, quitando, por ejemplo, toda calificación escolar, y haciendo este nivel educativo un espacio de esparcimiento que promoverá, de aplicarse, un idiotismo colectivo sin precedentes, pues se pretende que nadie repruebe, ni nadie sea evaluado con estándares generalizados para poder otorgar algún grado escolar, proponiendo, inclusive, que sean los padres de familia quienes determinen los contenidos, y por consecuencia, los saberes, que los menores deberían aprender.

En fin, no más comentarios (no more comments), como dicen los vecinos del norte cuando ya no quieren seguir haciendo corajes, que ya en este país hemos perdido la capacidad de asombro por tanta barbaridad sin límite que padecemos día a día.

Extrañamente recuerdo con asombrosa claridad el primer día de clases en la escuela primaria, remembranzas que tienen lugar cuando nos enteramos de una noticia que detonó el regresar a estos tiempos ya acaecidos hace muchísimos ayeres. Era una mañana seca y templada de inicios de septiembre, nos formaron en el patio, el cual estaba rodeado por todos los salones que componían el escalafón de primaria, a excepción de los grados primero y sexto, los cuales estaban en el pasillo de entrada y colindando con el jardín frontal. Hicieron pasar a sus aulas a los alumnos que ya habían cursado un año en ese lugar, y que, a partir de ahora, se dirigían al grado inmediato superior, a excepción de nosotros, claro, que apenas comenzábamos. Entonces, al ser primerizos, ni siquiera sabíamos nuestra ubicación exacta en ese microcosmos de los iniciáticos saberes institucionalizados. Una vez que los existentes inquilinos ocuparon su nuevo espacio, nos indicaron pasar al espacio donde recibiríamos nuestra primer clase, y lo primero que vimos al entrar fue a un niño sentado dándonos la espalda en la banca de enfrente, casi pegado al pizarrón, un infante delgaducho, rubio y con la cabeza baja que ni siquiera se dignó voltear cuando entrábamos el resto de los que ahora seríamos sus nuevos compañeros. Alguien susurró: “es el que no pasó a segundo”, información que fue más tarde corroborada por nuestra estricta y diligente profesora, cuando una vez hecha la presentación por todos, le pidió al rezagado nos dijera su nombre, puntualizando, además, que era el único que no había obtenido una calificación satisfactoria en todos los cursos de todas las materias impartidas durante todo el ciclo escolar, y además, nos dijo: “espero que este año, nadie que se quede como este muchacho que prefirió jugar, en lugar de estudiar, faltar a clases, en lugar de ser responsable y obedecer a sus padres”.

Y así, la primer lección que se nos dio es que, si no queríamos ser el hazmerreír del grupo y, probablemente de todo el lugar, deberíamos aplicarnos y aprender porqué dos más dos son cuatro, y también a descifrar y verbalizar esas letras y números que estaban contenidos en nuestros libros y libretas de apuntes.

Ya a mediados de ese curso, nuestra educadora nos explicó con detalle y hasta lo enumeró en el pizarrón, que ella esperaba que al finalizar, y eso iba a ser objeto de las evaluaciones posteriores, supiéramos leer oraciones sencillas, escribir algunas acciones con sujeto, verbo y predicado, anotar los números mínimo hasta el cien, sumar hasta llegar a contar tres dígitos, restar, conocer los nombres de algunas plantas y animales y hacer todos los trabajos y tareas que se nos encomendara, sin faltar ninguno, pues al final final se revisarían todas las libretas de encomiendas vespertinas para cerciorarse de esa circunstancia, por lo que, ahora, supongo, nos estaba explicando con manzanitas que ella esperaba que adquiriéramos la competencia básica de la responsabilidad académica.

Y así, el resto de la primaria transcurrió en una lucha constante entre la ignorancia congénita con la que venimos al mundo, y esos saberes académicos que habría que ir adquiriendo a cierta edad, y en cierto momento del desarrollo neuronal, según ya sabemos lo explicó Jean Piaget: que si en tercer año multiplicar y dividir, que si en cuarto aprender los estados del país y sus capitales, que si en quinto a escribir con soltura, que si en sexto la raíz cuadrada y la anatomía básica que distingue a los hombres de las mujeres, etcétera.

Toda esta remembranza debido a una serie de terroríficas pesadillas que me han poseído en los últimos tiempos, y que vienen provocadas por una serie de ideas en el ámbito educativo, de las más subnormales que se tengan memoria desde que se inventó la escritura, y que tiene que ver con no exigir, ni pedir a los menores adquieran ciertas competencias básicas estandarizadas en la educación primaria, quitando, por ejemplo, toda calificación escolar, y haciendo este nivel educativo un espacio de esparcimiento que promoverá, de aplicarse, un idiotismo colectivo sin precedentes, pues se pretende que nadie repruebe, ni nadie sea evaluado con estándares generalizados para poder otorgar algún grado escolar, proponiendo, inclusive, que sean los padres de familia quienes determinen los contenidos, y por consecuencia, los saberes, que los menores deberían aprender.

En fin, no más comentarios (no more comments), como dicen los vecinos del norte cuando ya no quieren seguir haciendo corajes, que ya en este país hemos perdido la capacidad de asombro por tanta barbaridad sin límite que padecemos día a día.