/ sábado 1 de octubre de 2016

¿Te gustaría visitar las entrañas de la Tierra?

Conocer un yacimiento minero es, sin duda, un atractivoturístico en cualquier lugar del mundo. Pero si la mina seencuentra bajo el Océano Pacífico, en las entrañas de la Tierra,y recibe el nombre de “Chiflón del Diablo”, la visita seconvierte en una aventura de dimensiones insospechadas.

Ubicada en la ciudad costera de Lota, 552 kilómetros al sur deSantiago, el camino hacia el “Chiflón del Diablo” sueleconfundir a los visitantes. El acceso al lugar se encuentra enmedio de una población, cuyas casas y calles no dan cuenta queestamos cerca de una mina de carbón ni tampoco de un atractivoturístico.

La entrada a este Monumento Histórico Nacional, un tantoescondida y con un estacionamiento pequeño, contribuye a confundiraún más a los turistas, quienes tras el pago de la entrada debenesperar el turno para bajar a la mina en un “pueblo minero”,que fue recreado por los productores de la película “Subterra”(2003).

A la hora señalada por el guía pasamos a una sala “paraequiparse y bajar a la mina con seguridad”. Un casco minero consu correspondiente luz y una pesada batería colgada a la cinturason los elementos que nos permitirán ver el lugar donde miles depersonas trabajaron por decenas de años en precariascondiciones.

Concluida la “charla de seguridad”, caminamos por un senderoaledaño al “pueblo minero” en compañía de nuestro guía,Roberto Rojas, un ex minero que comenzó a trabajar de niño en el“Chiflón del Diablo” y que, tras el término de las faenas, en1997, se quedó para guiar a los turistas y seguir teniendo untrabajo para vivir.

Nos advierte de la oscuridad, del agua presente en los peldañosde la escala que conduce hacia las profundidades de la mina y de lanecesidad que el grupo, de unas 15 personas, siempre se mantengaunido y nadie se quede atrás.

Llegamos al final de un pasillo hasta el pozo donde se encuentrauna jaula metálica para cinco o seis personas. Apretados, y casiconteniendo la respiración, comienza el descenso de unos 20 a 30metros hacia una de las galerías del yacimiento, el que estuvo enplena explotación a partir de 1857.

La humedad es notoria. El agua cae desde las alturas y nosrecuerda que la mina está bajo el Océano Pacífico. Rojas, alfinal del pozo, nos cuenta que ésta es una jaula pequeña, ya queaquella usada por décadas para llevar a los mineros a lasprofundidades del yacimiento era de tres niveles, para casi 40hombres en cada uno de ellos, y se encuentra en un sector cerradode la mina.

“Las condiciones de trabajo siempre fueron malas. El turno, dehasta 12 horas de trabajo, comenzaba cuando uno tomaba el martilloperforador y comenzaba a sacar el carbón. Pero para llegar a eselugar uno podía demorar hasta dos horas. O sea, nos demorábamoscomo cuatro horas sólo en el trayecto desde el casillero hasta elfrente de trabajo”, recordó.

Añadió que “uno caminaba bastante para llegar a la jaula. Enella se bajaban centenares de metros en pocos segundos, porque lasoltaban casi en caída libre, hasta cerca de 800 metros deprofundidad. Allí uno debía tomar un sendero y caminar dos o treskilómetros más para llegar al lugar de trabajo”.

“El techo de la mina tenía en algunos lugares un metro dealtura, por lo que había que caminar agachado. Ya en el frente detrabajo, uno se acostaba para taladrar y sacar el carbón enpasillos que uno construía hacia los costados. Era un trabajoextenuante, a oscuras, con calor y en condiciones que cuestaimaginar a quien no vivió la experiencia”, dijo.

La columna de turistas escucha con atención al ex minero. Surelato sobre las condiciones de trabajo en la mina son impactantes.Miles de personas, por décadas, pasaron por el “Chiflón delDiablo”, incluidos niños de ocho años que eran amarrados a lasvigas para que perdieran el miedo a la oscuridad y se acostumbraranal trabajo.

Rojas nos pide sentarnos en unas bancas “colocadas en formaespecial para ustedes, porque acá no había nada cuando la minaestaba activa”. Nos enseña un tambor que usaban de baño, lospiques abandonados por derrumbes y nos pide apagar las luces denuestros cascos “para que conozcan la oscuridad verdadera”.

“La luz del casco era vital para sobrevivir. Cuenta la leyendaque algunos mineros se perdían en los túneles de la mina y nuncamás se les volvía a ver”, indica con una voz de misterio.

Luego pide encender las linternas nuevamente para conocer elfrente de un pique y ver las condiciones en las cuales trabajaban.Demás está decir que todos aguantamos segundos en esa incómodaposición y con un pesado martillo hidráulico en las manos.

Los mil 500 mineros que llegaron a trabajar por turno en el“Chiflón del Diablo”, que cuenta con ventilación natural,sacaban unas 250 toneladas de carbón diarias, lo que trajo lafortuna a los dueños del yacimiento, la aristocrática familiaCousiño.

El calor, unos húmedos 25 grados centígrados, ya comienza amolestar. Parece que el tiempo calculado para los visitantes estámedido por reloj porque el ex minero y hoy guía turístico nosindica que el viaje por las entrañas de la mina de carbón estállegando a su fin. Eso sí, nos tiene reservada una sorpresafinal.

“El camino dará dos vueltas. Yo los esperaré en la últimacurva para despedirme y ustedes subirán solos por la escalerahacia la superficie”, precisa Rojas. Dicho y hecho. Nosdespedimos y comenzamos a subir una eterna, húmeda y resbalosaescalera, la que se construyó por el mismo lugar que se ocupabapara sacar el carbón desde las profundidades del yacimiento.

Tras algunos minutos de una extenuante escalada llegamos a lasuperficie, devolvemos los equipos de seguridad y reflexionamossobre lo que deben haber vivido las miles de personas quetrabajaron por décadas en precarias condiciones para llevar elsustento diario a sus hogares, muchos de ellos desde que eranniños, como Roberto, para quien el “Chiflón del Diablo” siguesiendo su vida: ayer como minero, hoy como guía turístico.

Conocer un yacimiento minero es, sin duda, un atractivoturístico en cualquier lugar del mundo. Pero si la mina seencuentra bajo el Océano Pacífico, en las entrañas de la Tierra,y recibe el nombre de “Chiflón del Diablo”, la visita seconvierte en una aventura de dimensiones insospechadas.

Ubicada en la ciudad costera de Lota, 552 kilómetros al sur deSantiago, el camino hacia el “Chiflón del Diablo” sueleconfundir a los visitantes. El acceso al lugar se encuentra enmedio de una población, cuyas casas y calles no dan cuenta queestamos cerca de una mina de carbón ni tampoco de un atractivoturístico.

La entrada a este Monumento Histórico Nacional, un tantoescondida y con un estacionamiento pequeño, contribuye a confundiraún más a los turistas, quienes tras el pago de la entrada debenesperar el turno para bajar a la mina en un “pueblo minero”,que fue recreado por los productores de la película “Subterra”(2003).

A la hora señalada por el guía pasamos a una sala “paraequiparse y bajar a la mina con seguridad”. Un casco minero consu correspondiente luz y una pesada batería colgada a la cinturason los elementos que nos permitirán ver el lugar donde miles depersonas trabajaron por decenas de años en precariascondiciones.

Concluida la “charla de seguridad”, caminamos por un senderoaledaño al “pueblo minero” en compañía de nuestro guía,Roberto Rojas, un ex minero que comenzó a trabajar de niño en el“Chiflón del Diablo” y que, tras el término de las faenas, en1997, se quedó para guiar a los turistas y seguir teniendo untrabajo para vivir.

Nos advierte de la oscuridad, del agua presente en los peldañosde la escala que conduce hacia las profundidades de la mina y de lanecesidad que el grupo, de unas 15 personas, siempre se mantengaunido y nadie se quede atrás.

Llegamos al final de un pasillo hasta el pozo donde se encuentrauna jaula metálica para cinco o seis personas. Apretados, y casiconteniendo la respiración, comienza el descenso de unos 20 a 30metros hacia una de las galerías del yacimiento, el que estuvo enplena explotación a partir de 1857.

La humedad es notoria. El agua cae desde las alturas y nosrecuerda que la mina está bajo el Océano Pacífico. Rojas, alfinal del pozo, nos cuenta que ésta es una jaula pequeña, ya queaquella usada por décadas para llevar a los mineros a lasprofundidades del yacimiento era de tres niveles, para casi 40hombres en cada uno de ellos, y se encuentra en un sector cerradode la mina.

“Las condiciones de trabajo siempre fueron malas. El turno, dehasta 12 horas de trabajo, comenzaba cuando uno tomaba el martilloperforador y comenzaba a sacar el carbón. Pero para llegar a eselugar uno podía demorar hasta dos horas. O sea, nos demorábamoscomo cuatro horas sólo en el trayecto desde el casillero hasta elfrente de trabajo”, recordó.

Añadió que “uno caminaba bastante para llegar a la jaula. Enella se bajaban centenares de metros en pocos segundos, porque lasoltaban casi en caída libre, hasta cerca de 800 metros deprofundidad. Allí uno debía tomar un sendero y caminar dos o treskilómetros más para llegar al lugar de trabajo”.

“El techo de la mina tenía en algunos lugares un metro dealtura, por lo que había que caminar agachado. Ya en el frente detrabajo, uno se acostaba para taladrar y sacar el carbón enpasillos que uno construía hacia los costados. Era un trabajoextenuante, a oscuras, con calor y en condiciones que cuestaimaginar a quien no vivió la experiencia”, dijo.

La columna de turistas escucha con atención al ex minero. Surelato sobre las condiciones de trabajo en la mina son impactantes.Miles de personas, por décadas, pasaron por el “Chiflón delDiablo”, incluidos niños de ocho años que eran amarrados a lasvigas para que perdieran el miedo a la oscuridad y se acostumbraranal trabajo.

Rojas nos pide sentarnos en unas bancas “colocadas en formaespecial para ustedes, porque acá no había nada cuando la minaestaba activa”. Nos enseña un tambor que usaban de baño, lospiques abandonados por derrumbes y nos pide apagar las luces denuestros cascos “para que conozcan la oscuridad verdadera”.

“La luz del casco era vital para sobrevivir. Cuenta la leyendaque algunos mineros se perdían en los túneles de la mina y nuncamás se les volvía a ver”, indica con una voz de misterio.

Luego pide encender las linternas nuevamente para conocer elfrente de un pique y ver las condiciones en las cuales trabajaban.Demás está decir que todos aguantamos segundos en esa incómodaposición y con un pesado martillo hidráulico en las manos.

Los mil 500 mineros que llegaron a trabajar por turno en el“Chiflón del Diablo”, que cuenta con ventilación natural,sacaban unas 250 toneladas de carbón diarias, lo que trajo lafortuna a los dueños del yacimiento, la aristocrática familiaCousiño.

El calor, unos húmedos 25 grados centígrados, ya comienza amolestar. Parece que el tiempo calculado para los visitantes estámedido por reloj porque el ex minero y hoy guía turístico nosindica que el viaje por las entrañas de la mina de carbón estállegando a su fin. Eso sí, nos tiene reservada una sorpresafinal.

“El camino dará dos vueltas. Yo los esperaré en la últimacurva para despedirme y ustedes subirán solos por la escalerahacia la superficie”, precisa Rojas. Dicho y hecho. Nosdespedimos y comenzamos a subir una eterna, húmeda y resbalosaescalera, la que se construyó por el mismo lugar que se ocupabapara sacar el carbón desde las profundidades del yacimiento.

Tras algunos minutos de una extenuante escalada llegamos a lasuperficie, devolvemos los equipos de seguridad y reflexionamossobre lo que deben haber vivido las miles de personas quetrabajaron por décadas en precarias condiciones para llevar elsustento diario a sus hogares, muchos de ellos desde que eranniños, como Roberto, para quien el “Chiflón del Diablo” siguesiendo su vida: ayer como minero, hoy como guía turístico.

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