/ miércoles 27 de julio de 2022

El Estado Moderno con manzanitas

Nos encontramos hacia finales del siglo XV en Europa. Por supuesto está terminando esa obscura etapa en la historia de la humanidad conocida como la Edad Media, donde el atraso, la cerrazón, la ignorancia y el temor a irse al infierno si se ofende el orden existente son el pan de todos los días, recetados desde los púlpitos eclesiásticos. El continente está prácticamente atomizado en cientos y cientos de feudos y reinos, muchos de ellos en esquemas de autoconsumo y también en gran medida luchando con el vecino por arrebatarle unos metros o la totalidad de sus posesiones por los motivos y razones que se quieran. Ya sabemos que el feudalismo fue un sistema político, económico y social basado en la fragmentación total, autoconsumo, poco comercio, nula movilidad social, conflicto eterno entre reyes, nobles y el clero. La epidemia de la peste, que redujo en un buen porcentaje a la población europea, curiosamente fue el detonante de una nueva apertura y renacimiento del comercio. Una nueva clase social, si bien existente desde hace mucho tiempo, empieza a participar de gran parte de la riqueza que se genera y se produce, y que fue la detonante de este cambio que se avecina: los comerciantes – burgueses, situados en la mitad de la escala social, pero que detonaron una revolución para subir el siguiente peldaño que les falta para detentar el poder del Estado, derrocando a reyes cuya legitimidad se sustenta en la idea de que Dios los puso donde están. Era voluntad celestial el que los reyes gobiernen para todos así como el orden existente, según la obsoleta ideología que predominaba en este momento, por lo que habrá que cambiar ese conjunto de símbolos y creencias por otras para dar legitimidad al nuevo estamento que tomará y ejercerá el poder, entonces, desde ahora, el pueblo, la voluntad de las mayorías, será el cimiento de ese nuevo orden de cosas que se conoce como Estado Moderno.

Para todo esto se requiere una nueva filosofía político – jurídica que explique el nuevo entramado del ejercicio del poder: y aquí aparecen Montesquieu, Rosseau, Voltaire y John Locke, con sus ideas del estado de Derecho, división de poderes, los derechos constitucionales y el laicismo de las instituciones gubernamentales.

Montesquieu nos ilustró sobre la división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial, que hoy es la estructura de todo Estado que se considere como moderno y democrático; Rosseau a través de su obra “El Contrato Social” nos explica que la sociedad se debe fundar en un contrato que celebran los gobernantes con los gobernados, donde en este acuerdo de civilidad, unos aceptan obedecer y otros asumen mandar, pero en un esquema de mutuos beneficios para la consecución de la estabilidad y felicidad generales; Voltaire nos habló del laicismo, de la tolerancia religiosa, de ética, de moral y de libertades, como la de expresión; y, finalmente, John Locke, quien insistió sobre los derechos o garantías individuales, de libertad de creencias, de expresión y de pensamiento, así como del republicanismo.

En esta arquitectura gubernamental, la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) se ideó para establecer un sistema de pesos y contrapesos gubernamentales que permitieran la vigencia plena del Estado de Derecho, donde se respetaran por parte de quienes detentan el poder, los derechos más sagrados del individuo, y más exactamente, de toda persona, entendiéndose el establecimiento de un esquema donde el ser humano fuera el centro y beneficiario final, asignándose al poder judicial como garante final del respeto de los derechos humanos reconocidos por el Estado.

México, desde su nacimiento como estado independiente, ha tratado de emular y establecer en sus Constituciones y Leyes estos principios generales y fundamentales que sustentan el multicitado Estado Moderno.

Toda esta perorata para reiterar, lamentablemente, que no hemos superado, ni de chiste, y en términos de lo manifestado por el suscrito en la colaboración próximo pasada, la última puntada del Ministro Presidente de la Suprema Corte de la Nación, cuando en una declaración pública dijo: “Si ser populista es defender a los pobres, sí, soy populista”.

Seguramente la historia lo va a condenar. Al tiempo.

Nos encontramos hacia finales del siglo XV en Europa. Por supuesto está terminando esa obscura etapa en la historia de la humanidad conocida como la Edad Media, donde el atraso, la cerrazón, la ignorancia y el temor a irse al infierno si se ofende el orden existente son el pan de todos los días, recetados desde los púlpitos eclesiásticos. El continente está prácticamente atomizado en cientos y cientos de feudos y reinos, muchos de ellos en esquemas de autoconsumo y también en gran medida luchando con el vecino por arrebatarle unos metros o la totalidad de sus posesiones por los motivos y razones que se quieran. Ya sabemos que el feudalismo fue un sistema político, económico y social basado en la fragmentación total, autoconsumo, poco comercio, nula movilidad social, conflicto eterno entre reyes, nobles y el clero. La epidemia de la peste, que redujo en un buen porcentaje a la población europea, curiosamente fue el detonante de una nueva apertura y renacimiento del comercio. Una nueva clase social, si bien existente desde hace mucho tiempo, empieza a participar de gran parte de la riqueza que se genera y se produce, y que fue la detonante de este cambio que se avecina: los comerciantes – burgueses, situados en la mitad de la escala social, pero que detonaron una revolución para subir el siguiente peldaño que les falta para detentar el poder del Estado, derrocando a reyes cuya legitimidad se sustenta en la idea de que Dios los puso donde están. Era voluntad celestial el que los reyes gobiernen para todos así como el orden existente, según la obsoleta ideología que predominaba en este momento, por lo que habrá que cambiar ese conjunto de símbolos y creencias por otras para dar legitimidad al nuevo estamento que tomará y ejercerá el poder, entonces, desde ahora, el pueblo, la voluntad de las mayorías, será el cimiento de ese nuevo orden de cosas que se conoce como Estado Moderno.

Para todo esto se requiere una nueva filosofía político – jurídica que explique el nuevo entramado del ejercicio del poder: y aquí aparecen Montesquieu, Rosseau, Voltaire y John Locke, con sus ideas del estado de Derecho, división de poderes, los derechos constitucionales y el laicismo de las instituciones gubernamentales.

Montesquieu nos ilustró sobre la división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial, que hoy es la estructura de todo Estado que se considere como moderno y democrático; Rosseau a través de su obra “El Contrato Social” nos explica que la sociedad se debe fundar en un contrato que celebran los gobernantes con los gobernados, donde en este acuerdo de civilidad, unos aceptan obedecer y otros asumen mandar, pero en un esquema de mutuos beneficios para la consecución de la estabilidad y felicidad generales; Voltaire nos habló del laicismo, de la tolerancia religiosa, de ética, de moral y de libertades, como la de expresión; y, finalmente, John Locke, quien insistió sobre los derechos o garantías individuales, de libertad de creencias, de expresión y de pensamiento, así como del republicanismo.

En esta arquitectura gubernamental, la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) se ideó para establecer un sistema de pesos y contrapesos gubernamentales que permitieran la vigencia plena del Estado de Derecho, donde se respetaran por parte de quienes detentan el poder, los derechos más sagrados del individuo, y más exactamente, de toda persona, entendiéndose el establecimiento de un esquema donde el ser humano fuera el centro y beneficiario final, asignándose al poder judicial como garante final del respeto de los derechos humanos reconocidos por el Estado.

México, desde su nacimiento como estado independiente, ha tratado de emular y establecer en sus Constituciones y Leyes estos principios generales y fundamentales que sustentan el multicitado Estado Moderno.

Toda esta perorata para reiterar, lamentablemente, que no hemos superado, ni de chiste, y en términos de lo manifestado por el suscrito en la colaboración próximo pasada, la última puntada del Ministro Presidente de la Suprema Corte de la Nación, cuando en una declaración pública dijo: “Si ser populista es defender a los pobres, sí, soy populista”.

Seguramente la historia lo va a condenar. Al tiempo.