/ martes 23 de abril de 2024

Gobierno y justicia 

En el escenario político nacional vuelven a confrontarse el Gobierno de México y la Suprema Corte de Justicia. Esta ocasión el debate se ha generado por la figura de la “prisión preventiva oficiosa”, medida cautelar que se impone por determinación judicial con la finalidad de garantizar la reparación del daño, buscando asegurar la presencia y sujeción del imputado al proceso penal, la seguridad de las víctimas o testigos, así como evitar la obstaculización del desarrollo del mismo proceso. Por la naturaleza de dicha figura, uno de los criterios a considerar al momento de su aplicación es la gravedad del hecho delictuoso y con ello la suposición del riesgo de fuga del imputado. La oficiosidad consiste en que su implementación se da de manera automática, sin la necesidad de que el ministerio público o la víctima lo soliciten, y sin que para tal efecto se haya discutido cuestión alguna frente a la autoridad jurisdiccional.

Esta disputa se ha desencadenado por una sentencia que emitió la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que ordena al Estado mexicano a modificar la medida cautelar y la normativa donde se establecen los delitos que la ameritan. Desde luego, las autoridades del poder ejecutivo han manifestado su preocupación ante los argumentos que se han planteado para su alteración, señalando que en nuestro país una figura con estas características es fundamental para hacer frente al crimen organizado.

En primer lugar, es importante mencionar que la prisión preventiva oficiosa ha funcionado como una herramienta clave en la lucha contra el narcotráfico, permitiendo la detención de individuos peligrosos que cuentan con capacidad económica y operativa para evadir la justicia. Partiendo de esa idea, pensar en su eliminación, podría debilitar significativamente la potestad del Estado para afrontar a esos grupos y proteger a la ciudadanía.

Sin embargo, también se debe reconocer que esta figura ha sido objeto de múltiples críticas por organismos internacionales encargados de velar por los Derechos Humanos y la sociedad civil. Y es que se ha acreditado que, en una substancial cantidad de casos, esta medida contribuyó a la criminalización de la pobreza a través de detenciones injustas de personas que aún no habían sido declaradas culpables por ningún delito. Además, su aplicación indiscriminada ha provocado la saturación del sistema penitenciario dificultando el acceso a la justicia a aquellos que no cuentan con los recursos para una defensa adecuada.

Evidentemente, las consecuencias de la resolución de este debate serán complejas; por un lado, se encuentra la necesidad de fortalecer el Estado de Derecho y garantizar la seguridad de los ciudadanos, y por el otro, la de proteger la presunción de inocencia y asegurar que el sistema judicial sea justo y equitativo para todos. Finalmente, resulta esencial que las partes relacionadas busquen una solución que respete tanto los Derechos Humanos como la necesidad de combatir la delincuencia de manera efectiva.

En el escenario político nacional vuelven a confrontarse el Gobierno de México y la Suprema Corte de Justicia. Esta ocasión el debate se ha generado por la figura de la “prisión preventiva oficiosa”, medida cautelar que se impone por determinación judicial con la finalidad de garantizar la reparación del daño, buscando asegurar la presencia y sujeción del imputado al proceso penal, la seguridad de las víctimas o testigos, así como evitar la obstaculización del desarrollo del mismo proceso. Por la naturaleza de dicha figura, uno de los criterios a considerar al momento de su aplicación es la gravedad del hecho delictuoso y con ello la suposición del riesgo de fuga del imputado. La oficiosidad consiste en que su implementación se da de manera automática, sin la necesidad de que el ministerio público o la víctima lo soliciten, y sin que para tal efecto se haya discutido cuestión alguna frente a la autoridad jurisdiccional.

Esta disputa se ha desencadenado por una sentencia que emitió la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que ordena al Estado mexicano a modificar la medida cautelar y la normativa donde se establecen los delitos que la ameritan. Desde luego, las autoridades del poder ejecutivo han manifestado su preocupación ante los argumentos que se han planteado para su alteración, señalando que en nuestro país una figura con estas características es fundamental para hacer frente al crimen organizado.

En primer lugar, es importante mencionar que la prisión preventiva oficiosa ha funcionado como una herramienta clave en la lucha contra el narcotráfico, permitiendo la detención de individuos peligrosos que cuentan con capacidad económica y operativa para evadir la justicia. Partiendo de esa idea, pensar en su eliminación, podría debilitar significativamente la potestad del Estado para afrontar a esos grupos y proteger a la ciudadanía.

Sin embargo, también se debe reconocer que esta figura ha sido objeto de múltiples críticas por organismos internacionales encargados de velar por los Derechos Humanos y la sociedad civil. Y es que se ha acreditado que, en una substancial cantidad de casos, esta medida contribuyó a la criminalización de la pobreza a través de detenciones injustas de personas que aún no habían sido declaradas culpables por ningún delito. Además, su aplicación indiscriminada ha provocado la saturación del sistema penitenciario dificultando el acceso a la justicia a aquellos que no cuentan con los recursos para una defensa adecuada.

Evidentemente, las consecuencias de la resolución de este debate serán complejas; por un lado, se encuentra la necesidad de fortalecer el Estado de Derecho y garantizar la seguridad de los ciudadanos, y por el otro, la de proteger la presunción de inocencia y asegurar que el sistema judicial sea justo y equitativo para todos. Finalmente, resulta esencial que las partes relacionadas busquen una solución que respete tanto los Derechos Humanos como la necesidad de combatir la delincuencia de manera efectiva.