Las memorias de las distintas violencias que sufren los migrantes de camino a Estados Unidos son muchas. La violencia de las pandillas, que los expulsa de sus pueblos, de sus barrios en Honduras, El Salvador y Guatemala; la violencia que les acompaña durante el camino en forma de abusos y extorsiones; la pegajosa violencia que arranca la piel al detenido y luego, por último, al deportado, habitante de un país unipersonal: no soy de aquí ni de allá.
Vista la urgencia de los que migran, el castigo que aceptan por la posibilidad de vivir mejor, ¿es justo hablar de migrantes? ¿No es más correcto decir refugiados, desterrar un eufemismo que achica el horror, lo disfraza? Es una crisis humanitaria y la palabra adecuada es: refugiados.
No es migración, es un éxodo; un éxodo de proporciones bíblicas. Allá arriba hay una obsesión por construir una imposibilidad con el muro.
Albergue en Tijuana, un gran desayunador, red de salvamento de los que vuelven. Los expulsados. Negado el paraíso deseado, el migrante se convierte en deportado: el que ya no va.