/ jueves 10 de marzo de 2022

De adefesios futboleros

De un tiempo acá, digamos unas dos décadas o más, se instaló una concepción muy particular y torcida en mis neuronas, cansadas de procesar tantas barbaridades, y que consiste en considerar como un absoluto y total despropósito antropológico el sentarse dos, tres horas frente al televisor a ver a veintidós macacos correr detrás de una pelota del tamaño casi preciso de un cráneo humano, pateándola y tratando de colocarla, con ciertas reglas, en el fondo de una red rectangular opuesta a cada uno de los grupos, en un juego que, valga decirlo, ha ganado cientos de millones de fanáticos en el mundo entero.

Mi errónea concepción, porque así la considero, francamente hablando, consiste en razonar y suponer, por ejemplo, que si esas horas como espectadores, la gente las utilizara, por decir algo, para leer un buen libro, o bien, realizar labores altruistas de cuidar alguna persona mayor o un enfermo, o bien, salirse a las carreteras, caminos o calles a recolectar voluntaria y gratuitamente las toneladas de basura plástica que están inundando el planeta, o bien, a colaborar con trabajo en alguna construcción de espacios públicos para practicar algún deporte, rehabilitar y limpiar arroyos o ríos o, valga lo que sea, hacer algo útil por la humanidad, estaríamos viviendo en otro planeta muy diferente al que tenemos.

Otra descarriada idea que anima lo anteriormente expuesto es que me parece racionalmente absurdo que se encubre, casi por todas las sociedades y países, a los jugadores de futbol como si de los salvadores del universo se tratara, concediéndoles por parte de las estructuras económicas y de mercadotecnia los niveles más altos en las clases sociales y haciéndolos acreedores de una fuente de dinero que ya quisieran haber soñado los antiguos monarcas europeos en sus más guajiros sueños de poder y riqueza y que, valga decirlo, para un ciudadano común y corriente de cualquier país y que se diga su fanático, ni siquiera alcanzaría a concebir en sus más escandalosos onanismos mentales, y lo anterior, casi única y exclusivamente, por tener alguna habilidad física para cocear una esfera que rebota. Baste comparar actualmente las finanzas personales de un antropoide de los anteriormente mencionados con, por ejemplo, las de un investigador médico o de física cuántica para tener una idea que nuestros valores como sociedad se encuentran exactamente al revés, de cabeza y descarriados al parecer sin remedio alguno.

Si a los prejuicios (personalísimos) anteriormente explicitados le adicionamos los hechos acaecidos en días pasados en el estadio de Querétaro, donde hubo un merequetengue de proporciones bíblicas, al enfrentarse a golpes, garrotazos, etcétera, simpatizantes de equipos de futbol, con lesionados, probablemente muertos y desaparecidos (aunque al parecer los están ocultando a la opinión pública), lesiones infames a familias, mujeres y niños, y todo el horror que se puede ver en grabaciones de video que circulan por las redes sociales, creo que nos hemos quedado cortos con la caracterización hecha, más aún tomando en cuenta que en nuestro país las conductas generales que se expresan en este deporte son un termómetro de la realidad social mexicana: “Un país sin gobernabilidad, con un pueblo ignorante… …somos un pueblo perdedor y sin rumbo”, leí en un comentario de Twitter.

Nos gusten o no estos calificativos, los acontecimientos de Querétaro sólo pueden causar en cualquier espectador estupefacción total y un profundo sentimiento de impotencia y de tristeza al ver hasta dónde hemos caído en la escala homínida, más aún si se comparan con los de la guerra entre Rusia y Ucrania, porque por lo menos allá se están matando por algunos torcidos ideales políticos, territoriales o estratégicos, pero aquí, por nada.

De un tiempo acá, digamos unas dos décadas o más, se instaló una concepción muy particular y torcida en mis neuronas, cansadas de procesar tantas barbaridades, y que consiste en considerar como un absoluto y total despropósito antropológico el sentarse dos, tres horas frente al televisor a ver a veintidós macacos correr detrás de una pelota del tamaño casi preciso de un cráneo humano, pateándola y tratando de colocarla, con ciertas reglas, en el fondo de una red rectangular opuesta a cada uno de los grupos, en un juego que, valga decirlo, ha ganado cientos de millones de fanáticos en el mundo entero.

Mi errónea concepción, porque así la considero, francamente hablando, consiste en razonar y suponer, por ejemplo, que si esas horas como espectadores, la gente las utilizara, por decir algo, para leer un buen libro, o bien, realizar labores altruistas de cuidar alguna persona mayor o un enfermo, o bien, salirse a las carreteras, caminos o calles a recolectar voluntaria y gratuitamente las toneladas de basura plástica que están inundando el planeta, o bien, a colaborar con trabajo en alguna construcción de espacios públicos para practicar algún deporte, rehabilitar y limpiar arroyos o ríos o, valga lo que sea, hacer algo útil por la humanidad, estaríamos viviendo en otro planeta muy diferente al que tenemos.

Otra descarriada idea que anima lo anteriormente expuesto es que me parece racionalmente absurdo que se encubre, casi por todas las sociedades y países, a los jugadores de futbol como si de los salvadores del universo se tratara, concediéndoles por parte de las estructuras económicas y de mercadotecnia los niveles más altos en las clases sociales y haciéndolos acreedores de una fuente de dinero que ya quisieran haber soñado los antiguos monarcas europeos en sus más guajiros sueños de poder y riqueza y que, valga decirlo, para un ciudadano común y corriente de cualquier país y que se diga su fanático, ni siquiera alcanzaría a concebir en sus más escandalosos onanismos mentales, y lo anterior, casi única y exclusivamente, por tener alguna habilidad física para cocear una esfera que rebota. Baste comparar actualmente las finanzas personales de un antropoide de los anteriormente mencionados con, por ejemplo, las de un investigador médico o de física cuántica para tener una idea que nuestros valores como sociedad se encuentran exactamente al revés, de cabeza y descarriados al parecer sin remedio alguno.

Si a los prejuicios (personalísimos) anteriormente explicitados le adicionamos los hechos acaecidos en días pasados en el estadio de Querétaro, donde hubo un merequetengue de proporciones bíblicas, al enfrentarse a golpes, garrotazos, etcétera, simpatizantes de equipos de futbol, con lesionados, probablemente muertos y desaparecidos (aunque al parecer los están ocultando a la opinión pública), lesiones infames a familias, mujeres y niños, y todo el horror que se puede ver en grabaciones de video que circulan por las redes sociales, creo que nos hemos quedado cortos con la caracterización hecha, más aún tomando en cuenta que en nuestro país las conductas generales que se expresan en este deporte son un termómetro de la realidad social mexicana: “Un país sin gobernabilidad, con un pueblo ignorante… …somos un pueblo perdedor y sin rumbo”, leí en un comentario de Twitter.

Nos gusten o no estos calificativos, los acontecimientos de Querétaro sólo pueden causar en cualquier espectador estupefacción total y un profundo sentimiento de impotencia y de tristeza al ver hasta dónde hemos caído en la escala homínida, más aún si se comparan con los de la guerra entre Rusia y Ucrania, porque por lo menos allá se están matando por algunos torcidos ideales políticos, territoriales o estratégicos, pero aquí, por nada.