/ viernes 10 de mayo de 2019

De nuevos regímenes fiscales

Mucho se ha escuchado en los últimos tiempos sobre la circunstancia de que nos encontramos ante un nuevo régimen político, la refundación del Estado mismo, una transformación fundamental en nuestras instituciones públicas, el advenimiento de una nueva era axiológica, la reconfiguración sideral de las relaciones de poder entre ricos y pobres y la transfiguración del alma nacional en algo parecido a lo que en otros ayeres se dijo era el mismísimo espíritu cosmogónico heredado de los pueblos indígenas originarios. Estos y otros calificativos semejantes para referirse al mismo fenómeno anunciado: el universo circundante va a cambiar de rumbo.

No siendo el objetivo explícito fundamental de esta perorata el poner en tela de juicio la certeza y probabilidad estadística de que lo pregonado y reseñado anteriormente suceda, sólo diré que cuando un país realmente decide cambiar el equivocado rumbo que se dice lleva, una de las transformaciones fundamentales que debe operarse es el del sistema fiscal o tributario que tiene.

De todos es conocido que la organización suprema de la sociedad que denominamos como Estado o nación, requiere de un aparato de exacción de riqueza que le permita funcionar y prestar a los habitantes de esa demarcación territorial los servicios públicos a los que se compromete y que están plasmados en algún documento de consenso generalizado que se ha dado por denominar Constitución Política. De esta forma, por ejemplo, en la llamada época esclavista, gran parte de la riqueza pública o que administraban los gobernantes se obtenía de botines guerras, impuestos a los pueblos conquistados, y de los esclavos; en la edad media, la fuente principal de ingresos de los señores feudales eran los porcentajes de producción que se imponían a todos los campesinos que trabajaban las tierras ajenas y también existía el diezmo que se pagaba a la Santa Madre Iglesia. Con el advenimiento del llamado Estado moderno, se dice, y así se establece en la Ley Suprema, que todos los habitantes que se encuentren en el territorio, deben contribuir, en la medida de sus posibilidades y riqueza, a las arcas públicas para que el gobierno, a su vez, les regrese ese dinero a todos pero vía servicios públicos que se expresan en programas de infraestructura, salud, seguridad, educación, y otros cientos de etcéteras, es decir, son los contribuyentes de una nación la que la sostienen para su propio y particular beneficio, en teoría.

Sin embargo, en un país no existen personas o grupos de personas iguales o uniformes: algunos son trabajadores, otros son pequeños empresarios, los hay profesionistas de diversa índole y nivel, existen los grandes empresarios nacionales, los conglomerados de poderosísimas empresas transnacionales, y así, un entramado de un variopinto grupo de contribuyentes.

De todos es conocido que en este país, una parte de la clase trabajadora, agricultores y la clase media (pequeños y medianos empresarios y comerciantes formales y profesionistas independientes), son quienes sostienen las finanzas nacionales, cargándosele hasta el 95% de las exacciones fiscales generales, es decir, que son estos grupos de contribuyentes cautivos los reales paganos en el país, y a quienes cada vez más se les recarga y se les vuelve a recargar la ya de por sí pesadísima carga impositiva, de tal suerte que hemos visto, estupefactos, que las reformas fiscales que se pregonan como una genialidad en materia de ingeniería tributaria, son sólo y simplemente un aumento en los porcentajes de gravámenes que se les imponen, o lo que es lo mismo, sólo se les aumenta, como ya se dijo, la pesadísima obligación de contribuir con el gasto público.

Es por ello, que si se quiere realmente lograr que el universo circundante tome otro rumbo diverso a aquél que ha seguido desde el famoso big bang, es necesario que se haga un cambio de verdad en el fondo mismo del sistema fiscal, y se logre que, ahora sí, todos los mexicanos, pero todos, sin excepción, contribuyan de manera proporcional y equitativa como es lo justo, no lo legal. Pero esta última afirmación es materia de otro tema que no vamos a tratar pues nos llevaría hacia los pantanos insospechados de la maledicencia política que raya en el vil anarquismo.

Mucho se ha escuchado en los últimos tiempos sobre la circunstancia de que nos encontramos ante un nuevo régimen político, la refundación del Estado mismo, una transformación fundamental en nuestras instituciones públicas, el advenimiento de una nueva era axiológica, la reconfiguración sideral de las relaciones de poder entre ricos y pobres y la transfiguración del alma nacional en algo parecido a lo que en otros ayeres se dijo era el mismísimo espíritu cosmogónico heredado de los pueblos indígenas originarios. Estos y otros calificativos semejantes para referirse al mismo fenómeno anunciado: el universo circundante va a cambiar de rumbo.

No siendo el objetivo explícito fundamental de esta perorata el poner en tela de juicio la certeza y probabilidad estadística de que lo pregonado y reseñado anteriormente suceda, sólo diré que cuando un país realmente decide cambiar el equivocado rumbo que se dice lleva, una de las transformaciones fundamentales que debe operarse es el del sistema fiscal o tributario que tiene.

De todos es conocido que la organización suprema de la sociedad que denominamos como Estado o nación, requiere de un aparato de exacción de riqueza que le permita funcionar y prestar a los habitantes de esa demarcación territorial los servicios públicos a los que se compromete y que están plasmados en algún documento de consenso generalizado que se ha dado por denominar Constitución Política. De esta forma, por ejemplo, en la llamada época esclavista, gran parte de la riqueza pública o que administraban los gobernantes se obtenía de botines guerras, impuestos a los pueblos conquistados, y de los esclavos; en la edad media, la fuente principal de ingresos de los señores feudales eran los porcentajes de producción que se imponían a todos los campesinos que trabajaban las tierras ajenas y también existía el diezmo que se pagaba a la Santa Madre Iglesia. Con el advenimiento del llamado Estado moderno, se dice, y así se establece en la Ley Suprema, que todos los habitantes que se encuentren en el territorio, deben contribuir, en la medida de sus posibilidades y riqueza, a las arcas públicas para que el gobierno, a su vez, les regrese ese dinero a todos pero vía servicios públicos que se expresan en programas de infraestructura, salud, seguridad, educación, y otros cientos de etcéteras, es decir, son los contribuyentes de una nación la que la sostienen para su propio y particular beneficio, en teoría.

Sin embargo, en un país no existen personas o grupos de personas iguales o uniformes: algunos son trabajadores, otros son pequeños empresarios, los hay profesionistas de diversa índole y nivel, existen los grandes empresarios nacionales, los conglomerados de poderosísimas empresas transnacionales, y así, un entramado de un variopinto grupo de contribuyentes.

De todos es conocido que en este país, una parte de la clase trabajadora, agricultores y la clase media (pequeños y medianos empresarios y comerciantes formales y profesionistas independientes), son quienes sostienen las finanzas nacionales, cargándosele hasta el 95% de las exacciones fiscales generales, es decir, que son estos grupos de contribuyentes cautivos los reales paganos en el país, y a quienes cada vez más se les recarga y se les vuelve a recargar la ya de por sí pesadísima carga impositiva, de tal suerte que hemos visto, estupefactos, que las reformas fiscales que se pregonan como una genialidad en materia de ingeniería tributaria, son sólo y simplemente un aumento en los porcentajes de gravámenes que se les imponen, o lo que es lo mismo, sólo se les aumenta, como ya se dijo, la pesadísima obligación de contribuir con el gasto público.

Es por ello, que si se quiere realmente lograr que el universo circundante tome otro rumbo diverso a aquél que ha seguido desde el famoso big bang, es necesario que se haga un cambio de verdad en el fondo mismo del sistema fiscal, y se logre que, ahora sí, todos los mexicanos, pero todos, sin excepción, contribuyan de manera proporcional y equitativa como es lo justo, no lo legal. Pero esta última afirmación es materia de otro tema que no vamos a tratar pues nos llevaría hacia los pantanos insospechados de la maledicencia política que raya en el vil anarquismo.