/ viernes 21 de junio de 2019

De recesiones probables

Este fin de semana estuve en la Novísima Ciudad de México, CDMX para los autores de tan insigne marca de capital del país. Siempre he considerado que cuando algún acontecimiento importante va a acaecer por los lares de esta nación, se puede sentir algo raro e inusual en el ambiente de la capital. Me viene a la memoria los momentos previos a la crisis económica del 1994, que supuestamente vino provocada por el llamado error de diciembre, eufemismo utilizado por los entonces ex presidentes Ernesto Zedillo y Carlos Salinas para echarse la culpa el uno al otro, y el otro al uno de tan atroz acontecimiento que vino a despedazar los bolsillos de casi todos los mexicanos, menos de aquéllos que se pusieron listos, sacaron su dinero vía dólares del país, y se hicieron todavía más ricos, pero ello aconteció sólo en una minúscula proporción de los cientos de millones que, como decía, vieron amanecer un día que sus valores monetarios ya sólo valían la mitad de lo que el día anterior, y de esta forma, decía, vino a mi mente los instantes previos a esta hecatombe económica, pues de un júbilo inusual de una vida de bares atascados de pubertos y chavorrucos buscando un lugar inexistente que les permitiera desahogar esas ansias existenciales no satisfechas en su justo momento de vida, y de restaurantes saturados con las mejores carnes de importación de las más exquisitas planicies terráqueas, allí donde la sequía moderada y los pastos secos se combinan para producir esos manjares de gourmet, se pasó a un estancamiento poco perceptible para el ojo no entrenado, pero que, en días o semanas previas se dejó ver esas mesas vacías a la mitad de los comensales habituales, en los bares de moda se dejaron de ver las colas formadas para implorar al cadenero en turno la posibilidad de un rincón putrefacto en esos antros que no dejarán de ser antros a pesar del nombre de pedigrí que en algunos casos ostentaban y en otros ya de plano haciendo alarde del destino manifiesto de bajas moralidades, como aquél centro nocturno intitulado “Calígula”. En fin, decía, algo raro se dejó sentir por el mismo aire enrarecido en aquéllos momentos previos a la última catástrofe financiera de que tengan memoria los menores del medio siglo cumplido.

Pues bien, debo dejar plasmado en tinta, aunque esta expresión, plasmar en tinta, sólo sea una mera abstracción falsa de la mente, pues ya casi nadie plasma en tinta nada, como en antaño, sino que ahora las ideas se convierten en bits de computadora y nunca sabemos realmente dónde quedan escritas en esos espacios electrónicos de memorias informáticas, pero ahora lo importante, retomando la perorata, es establecer claramente que ese mencionado enrarecido ambiente de restaurantes a medio llenar, esas colas ausentes en los bares y antros de intermitentes buscadores de placeres de altos ruidos y licores fuertes, desplazados por clientes que piden cubetas llenas de cerveza corriente (toda la cerveza es corriente), esos centros comerciales llenos de paseantes con las manos en las bolsas del pantalón, sólo viendo los escaparates llenos de mercancías no vendidas, se ha dejado sentir nuevamente a lo largo y ancho de la Novísima CDMX, corazón del país y centro neurálgico de las más sensibles predicciones de catástrofes nacionales.

Ojalá me equivoque.

Este fin de semana estuve en la Novísima Ciudad de México, CDMX para los autores de tan insigne marca de capital del país. Siempre he considerado que cuando algún acontecimiento importante va a acaecer por los lares de esta nación, se puede sentir algo raro e inusual en el ambiente de la capital. Me viene a la memoria los momentos previos a la crisis económica del 1994, que supuestamente vino provocada por el llamado error de diciembre, eufemismo utilizado por los entonces ex presidentes Ernesto Zedillo y Carlos Salinas para echarse la culpa el uno al otro, y el otro al uno de tan atroz acontecimiento que vino a despedazar los bolsillos de casi todos los mexicanos, menos de aquéllos que se pusieron listos, sacaron su dinero vía dólares del país, y se hicieron todavía más ricos, pero ello aconteció sólo en una minúscula proporción de los cientos de millones que, como decía, vieron amanecer un día que sus valores monetarios ya sólo valían la mitad de lo que el día anterior, y de esta forma, decía, vino a mi mente los instantes previos a esta hecatombe económica, pues de un júbilo inusual de una vida de bares atascados de pubertos y chavorrucos buscando un lugar inexistente que les permitiera desahogar esas ansias existenciales no satisfechas en su justo momento de vida, y de restaurantes saturados con las mejores carnes de importación de las más exquisitas planicies terráqueas, allí donde la sequía moderada y los pastos secos se combinan para producir esos manjares de gourmet, se pasó a un estancamiento poco perceptible para el ojo no entrenado, pero que, en días o semanas previas se dejó ver esas mesas vacías a la mitad de los comensales habituales, en los bares de moda se dejaron de ver las colas formadas para implorar al cadenero en turno la posibilidad de un rincón putrefacto en esos antros que no dejarán de ser antros a pesar del nombre de pedigrí que en algunos casos ostentaban y en otros ya de plano haciendo alarde del destino manifiesto de bajas moralidades, como aquél centro nocturno intitulado “Calígula”. En fin, decía, algo raro se dejó sentir por el mismo aire enrarecido en aquéllos momentos previos a la última catástrofe financiera de que tengan memoria los menores del medio siglo cumplido.

Pues bien, debo dejar plasmado en tinta, aunque esta expresión, plasmar en tinta, sólo sea una mera abstracción falsa de la mente, pues ya casi nadie plasma en tinta nada, como en antaño, sino que ahora las ideas se convierten en bits de computadora y nunca sabemos realmente dónde quedan escritas en esos espacios electrónicos de memorias informáticas, pero ahora lo importante, retomando la perorata, es establecer claramente que ese mencionado enrarecido ambiente de restaurantes a medio llenar, esas colas ausentes en los bares y antros de intermitentes buscadores de placeres de altos ruidos y licores fuertes, desplazados por clientes que piden cubetas llenas de cerveza corriente (toda la cerveza es corriente), esos centros comerciales llenos de paseantes con las manos en las bolsas del pantalón, sólo viendo los escaparates llenos de mercancías no vendidas, se ha dejado sentir nuevamente a lo largo y ancho de la Novísima CDMX, corazón del país y centro neurálgico de las más sensibles predicciones de catástrofes nacionales.

Ojalá me equivoque.