/ lunes 2 de septiembre de 2019

La meritocracia

Generalmente se entiende la “meritocracia” como aquélla doctrina ideológica que estima que el lugar que ocupamos en la escala socioeconómica viene dada, de manera general, por el talento, esfuerzo y dedicación de los individuos, es decir, por su propio mérito. Este tipo de pensamiento es eminentemente democrático, pues estima, entre otras cosas, que el ingreso relativo y la riqueza absoluta de las personas tienen una causa y origen justos, como lo es su propia conducta, esfuerzo y trabajo, y que poco cuentan otros aspectos para definir la estrella de un sujeto.

Esta ideología, y no otra, es el sustento de los Estados modernos, pues no podría ser de otra manera al haber abandonado desde hace mucho tiempo sistemas basados en la teocracia o en el sistema de castas sociales, donde se afirmaba que el lugar que ocupa un individuo en la sociedad viene dada o bien por una voluntad divina, o bien porque así es el sistema natural al que hay que sujetarse. La mayoría de las Constituciones o Cartas Magnas de los países denominados modernos determinan una igualdad formal y de origen en todos, basadas algunas, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948): Artículo 1º. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros; Artículo 2º. Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquiera otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento, o cualquier otra condición. En este contexto nuestra Carta Magna en diversos numerales proclama a los cuatro vientos la igualdad formal ante la Ley, inclusive, la igualdad impuesta entre un hombre y una mujer (Artículo 4º).

El sistema educativo también se encarga, en sus narrativas históricas, de difundir esta concepción del mundo, bien sea de manera directa o a través de la creación de biografías de héroes que se ponen como ejemplo de generaciones venideras. En nuestro México, por ejemplo, se nos ha relatado hasta el cansancio la historia de un indio (así dicen los textos) oaxaqueño que, con su esfuerzo, inteligencia y dedicación personales y viviendo en condiciones en su niñez hasta de pobreza extrema, llegó a ser Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, me refiero al ínclito Benito Juárez. Lo que no se nos cuenta es su historia completa, plagada de contradicciones insuperables en el ejercicio del poder, como el haber ocupado la silla presidencial durante muchos años y muchos periodos, y también se nos ha ocultado algunos actos de vergüenza nacional como lo es la aceptación y firma del Tratado Mc Lane Ocampo.

Para entender un poco más la realidad de esta falacia ideológica, por lo menos en nuestro país, habrá que leer un artículo muy bien documentado que ha salido en la revista Nexos: “La mentira de la meritocracia: para ser rico hay que nacer rico”, de la autora Alice Krozer, y quien, en pocas líneas, desenmascara esta mentira tan ampliamente difundida en todos lados y en todos los niveles, y sólo para la reflexión comentaré un dato contenido en este texto: el 74% de las personas que nacen en pobreza en México, nunca salen de ella, en cambio, sólo el 2% de aquéllos que nacen ricos pierden su posición de privilegio, “es decir, los orígenes socioeconómicos están estrechamente ligados a los destinos”.

A pesar de que la meritocracia es una falacia, en el mundo de la realidad, se debe mantener y seguir difundiendo como ideología oficial de los Estados modernos, pues todavía no hay otra forma moralmente aceptable de hacer justicia, es decir, dar a cada quien lo suyo basado en su mérito y esfuerzo personal.

Lo que debemos hacer como sociedad es crear una estructura económica, política y social, para que esto se haga realidad, pues sólo de esta forma se crean grandes naciones que prosperan y logran sobresalir, y como ejemplos siempre he puesto al Antiguo Imperio Romano, los Estados Unidos de Norteamérica y muchos países europeos contemporáneos.

Pero esto último puede ser otra historia.

Generalmente se entiende la “meritocracia” como aquélla doctrina ideológica que estima que el lugar que ocupamos en la escala socioeconómica viene dada, de manera general, por el talento, esfuerzo y dedicación de los individuos, es decir, por su propio mérito. Este tipo de pensamiento es eminentemente democrático, pues estima, entre otras cosas, que el ingreso relativo y la riqueza absoluta de las personas tienen una causa y origen justos, como lo es su propia conducta, esfuerzo y trabajo, y que poco cuentan otros aspectos para definir la estrella de un sujeto.

Esta ideología, y no otra, es el sustento de los Estados modernos, pues no podría ser de otra manera al haber abandonado desde hace mucho tiempo sistemas basados en la teocracia o en el sistema de castas sociales, donde se afirmaba que el lugar que ocupa un individuo en la sociedad viene dada o bien por una voluntad divina, o bien porque así es el sistema natural al que hay que sujetarse. La mayoría de las Constituciones o Cartas Magnas de los países denominados modernos determinan una igualdad formal y de origen en todos, basadas algunas, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948): Artículo 1º. Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros; Artículo 2º. Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquiera otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento, o cualquier otra condición. En este contexto nuestra Carta Magna en diversos numerales proclama a los cuatro vientos la igualdad formal ante la Ley, inclusive, la igualdad impuesta entre un hombre y una mujer (Artículo 4º).

El sistema educativo también se encarga, en sus narrativas históricas, de difundir esta concepción del mundo, bien sea de manera directa o a través de la creación de biografías de héroes que se ponen como ejemplo de generaciones venideras. En nuestro México, por ejemplo, se nos ha relatado hasta el cansancio la historia de un indio (así dicen los textos) oaxaqueño que, con su esfuerzo, inteligencia y dedicación personales y viviendo en condiciones en su niñez hasta de pobreza extrema, llegó a ser Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, me refiero al ínclito Benito Juárez. Lo que no se nos cuenta es su historia completa, plagada de contradicciones insuperables en el ejercicio del poder, como el haber ocupado la silla presidencial durante muchos años y muchos periodos, y también se nos ha ocultado algunos actos de vergüenza nacional como lo es la aceptación y firma del Tratado Mc Lane Ocampo.

Para entender un poco más la realidad de esta falacia ideológica, por lo menos en nuestro país, habrá que leer un artículo muy bien documentado que ha salido en la revista Nexos: “La mentira de la meritocracia: para ser rico hay que nacer rico”, de la autora Alice Krozer, y quien, en pocas líneas, desenmascara esta mentira tan ampliamente difundida en todos lados y en todos los niveles, y sólo para la reflexión comentaré un dato contenido en este texto: el 74% de las personas que nacen en pobreza en México, nunca salen de ella, en cambio, sólo el 2% de aquéllos que nacen ricos pierden su posición de privilegio, “es decir, los orígenes socioeconómicos están estrechamente ligados a los destinos”.

A pesar de que la meritocracia es una falacia, en el mundo de la realidad, se debe mantener y seguir difundiendo como ideología oficial de los Estados modernos, pues todavía no hay otra forma moralmente aceptable de hacer justicia, es decir, dar a cada quien lo suyo basado en su mérito y esfuerzo personal.

Lo que debemos hacer como sociedad es crear una estructura económica, política y social, para que esto se haga realidad, pues sólo de esta forma se crean grandes naciones que prosperan y logran sobresalir, y como ejemplos siempre he puesto al Antiguo Imperio Romano, los Estados Unidos de Norteamérica y muchos países europeos contemporáneos.

Pero esto último puede ser otra historia.