/ viernes 20 de septiembre de 2019

La mínima intervención del Estado

Según los cálculos más conservadores, cerca del 5% de la población de cualquier país o lugar va a observar en algún momento conductas que expresan una inadaptación social importante. El Derecho, como un conjunto de normas de convivencia y conducta obligatorias, definidas, se supone, por el conglomerado social, sirve para ir encauzando esas acciones humanas en beneficio de toda la colectividad. Cuando algún o algunos miembros infringen esas reglas consensadas de manera general, y formalizadas mediante leyes, el Estado, tiene que reaccionar imponiendo algún tipo de sanción.

Resulta evidente que la intensidad del castigo a imponer depende de la gravedad de la conducta observada, y de la lesión a bienes jurídicos tutelados. Entre más grave sea la lesión observada, mayor represión debe observarse. De esta suerte, el orden legal contempla una diversidad amplísima de sanciones a los infractores, como pudieran ser por ejemplo, multas o cobros de créditos fiscales, que son sanciones típicamente administrativas, o bien, pudiera ser la pérdida de la patria potestad sobre un menor ante el incumplimiento reiterado de la obligación de proporcionarle los medios de subsistencia, o bien, la indemnización por daños y perjuicios causados a los bienes de una persona por acciones u omisiones dolosas o culposas, que son consecuencias típicamente civiles.

Cuando el Derecho ya ha intentado solucionar conflictos gravísimos mediante la imposición de estas sanciones menores o medias, y no ha existido éxito en tal encomienda, entonces se considera que es oportuno el establecimiento de la represión penal, para dar un escarmiento social y de esta manera desincentivar conductas socialmente dañinas para el conglomerado. El castigo criminal es por antonomasia la cárcel o privación de la libertad por algún periodo de tiempo al infractor.

En los modernos Estados democráticos, el Derecho Penal está regido, entre otros, por el llamado “principio de intervención mínima”, que se traduce en un “criterio conforme al cual la intervención del derecho penal, como última ratio, debe reducirse al mínimo indispensable para el control social, castigando solo las infracciones más graves y con respecto a bienes jurídicos más importantes, siendo a estos efectos el último recurso que debe utilizarse por el Estado.” (Diccionario de la Real Academia Española).

Este principio forma parte del principio de proporcionalidad o de prohibición de exceso por parte del Estado en la imposición de sanciones penales, pues sólo debe castigar aquéllas conductas que lesionan los bienes jurídicos más importantes para la convivencia social, limitándose, además a reprimir de manera proporcionar al daño causado.

El principio en comento está de alguna manera esbozado en el artículo 22 de la Constitución Política: “Quedan prohibidas las penas de muerte, de mutilación, de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la multa excesiva, la confiscación de bienes y cualquiera otras penas inusitadas y trascendentes. Toda pena deberá ser proporcional al delito que sancione y al bien jurídico afectado”.

Por lo anterior, es un despropósito mayúsculo, violatorio de este principio de mínima intervención del derecho penal, y transgresor de derechos humanos y garantías individuales, pretender aplicar el mismo régimen de excepción que es el de la delincuencia organizada, a las transgresiones fiscales que pueda realizar algún ciudadano, sea de manera dolosa, o culposa, pues la propuesta de reforma legal no distingue. Está fuera de toda lógica jurídica, contraria a toda proporción punitiva, transgresora de las bases de un estado democrático de derecho y hasta antagónica a los más elementales postulados del sentido común, el colocar en el mismo rasero y nivel a los narcotraficantes, terroristas, lavadores de dinero, traficantes de armas, indocumentados, menores y órganos humanos, asaltantes, secuestradores, y a los contribuyentes de este país que son los que sostienen económicamente al propio Estado.

Según los cálculos más conservadores, cerca del 5% de la población de cualquier país o lugar va a observar en algún momento conductas que expresan una inadaptación social importante. El Derecho, como un conjunto de normas de convivencia y conducta obligatorias, definidas, se supone, por el conglomerado social, sirve para ir encauzando esas acciones humanas en beneficio de toda la colectividad. Cuando algún o algunos miembros infringen esas reglas consensadas de manera general, y formalizadas mediante leyes, el Estado, tiene que reaccionar imponiendo algún tipo de sanción.

Resulta evidente que la intensidad del castigo a imponer depende de la gravedad de la conducta observada, y de la lesión a bienes jurídicos tutelados. Entre más grave sea la lesión observada, mayor represión debe observarse. De esta suerte, el orden legal contempla una diversidad amplísima de sanciones a los infractores, como pudieran ser por ejemplo, multas o cobros de créditos fiscales, que son sanciones típicamente administrativas, o bien, pudiera ser la pérdida de la patria potestad sobre un menor ante el incumplimiento reiterado de la obligación de proporcionarle los medios de subsistencia, o bien, la indemnización por daños y perjuicios causados a los bienes de una persona por acciones u omisiones dolosas o culposas, que son consecuencias típicamente civiles.

Cuando el Derecho ya ha intentado solucionar conflictos gravísimos mediante la imposición de estas sanciones menores o medias, y no ha existido éxito en tal encomienda, entonces se considera que es oportuno el establecimiento de la represión penal, para dar un escarmiento social y de esta manera desincentivar conductas socialmente dañinas para el conglomerado. El castigo criminal es por antonomasia la cárcel o privación de la libertad por algún periodo de tiempo al infractor.

En los modernos Estados democráticos, el Derecho Penal está regido, entre otros, por el llamado “principio de intervención mínima”, que se traduce en un “criterio conforme al cual la intervención del derecho penal, como última ratio, debe reducirse al mínimo indispensable para el control social, castigando solo las infracciones más graves y con respecto a bienes jurídicos más importantes, siendo a estos efectos el último recurso que debe utilizarse por el Estado.” (Diccionario de la Real Academia Española).

Este principio forma parte del principio de proporcionalidad o de prohibición de exceso por parte del Estado en la imposición de sanciones penales, pues sólo debe castigar aquéllas conductas que lesionan los bienes jurídicos más importantes para la convivencia social, limitándose, además a reprimir de manera proporcionar al daño causado.

El principio en comento está de alguna manera esbozado en el artículo 22 de la Constitución Política: “Quedan prohibidas las penas de muerte, de mutilación, de infamia, la marca, los azotes, los palos, el tormento de cualquier especie, la multa excesiva, la confiscación de bienes y cualquiera otras penas inusitadas y trascendentes. Toda pena deberá ser proporcional al delito que sancione y al bien jurídico afectado”.

Por lo anterior, es un despropósito mayúsculo, violatorio de este principio de mínima intervención del derecho penal, y transgresor de derechos humanos y garantías individuales, pretender aplicar el mismo régimen de excepción que es el de la delincuencia organizada, a las transgresiones fiscales que pueda realizar algún ciudadano, sea de manera dolosa, o culposa, pues la propuesta de reforma legal no distingue. Está fuera de toda lógica jurídica, contraria a toda proporción punitiva, transgresora de las bases de un estado democrático de derecho y hasta antagónica a los más elementales postulados del sentido común, el colocar en el mismo rasero y nivel a los narcotraficantes, terroristas, lavadores de dinero, traficantes de armas, indocumentados, menores y órganos humanos, asaltantes, secuestradores, y a los contribuyentes de este país que son los que sostienen económicamente al propio Estado.