/ jueves 19 de diciembre de 2019

Las drogas otra vez

Quienes conocen las profundidades existenciales del ser humano afirman que sólo prevalecen cuatro sentimientos básicos que gobiernan su conducta: el amor, el amor al dinero (o simplemente el dinero), la envidia y el miedo. Se aclara al despistado lector que, no es que los afectos enumerados sean los únicos que experimentamos, sin o que, si se leyó bien, son los que de manera última y fundamental determinan nuestro actuar social.

Sobre el amor y el dinero ni siquiera hacen falta disertaciones sesudas para comprender lo que estos autores nos tratan de decir, pues es una verdad de perogrullo, obvio, que ni siquiera necesita ser probada, para darnos cuenta de lo atinado de esta sencilla afirmación. Sobre la envidia y el miedo sí habrá que profundizar en los recovecos más escondidos de nuestra animosidad andante. Bastará por ahora dar por ciertas las conclusiones aludidas, y que cada uno analice meticulosamente lo que en el fondo mueve a odiar al vecino por entrometerse en nuestras vidas, como superficialmente podríamos creer, o si, en las profundidades espirituales de cada quién, aquél inexpresable sentimiento se gesta, por ejemplo, porque el mencionado tiene mejor casa que la nuestra o se acabó de comprar un vehículo nuevo, o bien, si ese desánimo de espíritu viene porque su hijo fue declarado el mejor alumno de la generación escolar. Finalmente, deberíamos analizar también en nuestro abismo sentimental aquéllas conductas que observamos simplemente por el temor que nos provoca la posibilidad de vivir una vida de pobreza, de ignorancia o de sumisión en el olvido. Inescrutables a veces parecen los senderos de donde emana nuestro cotidiano actuar.

En fin, todo viene a colación porque en esta sociedad hay personas o grupos que comprenden perfectamente las motivaciones más íntimas de sus miembros. En este preciso contexto, hay quienes han entendido que es tendencia histórica y cultural el que un gran porcentaje de la sociedad sea proclive a consumir algún tipo de droga, sin importar si estas son lícitas o ilícitas. Las razones de este comportamiento social habrá que encargárselas en otro momento a la antropología. Lo cierto es que esta realidad (la proclividad generalizada a consumir algún tipo de estimulante) se convierte en una gran posibilidad de negocio. Y si esa droga a consumir es declarada ilícita, el beneficio aumenta en términos de ganancia de una manera desmesurada.

Estamos ciertos que en algún momento a algún genio de las finanzas se le ocurrió que si, por ejemplo, se declaraba ilegal la marihuana, el poner un changarro con este giro generaría unos rendimientos estratosféricos, pues la lógica subyacente es elemental: la gente va a consumir y seguirá consumiendo marihuana, no importa si la prohiben o no; si esa planta se declara ilícita, entonces, para conseguirla habrá que pagar un precio significativamente más alto; si esto último sucede, la empresa que se dedique a ello será un negocio redondo.

Por lo anotado en líneas precedentes, y como paréntesis, desde siempre hemos creído que el único camino hacia la solución de la violencia y demás problemas relacionados con los estupefacientes es a través de la única vía racionalmente posible: el camino de la legalización de cuanto polvo y sustancia se meten las personas por cualquier orificio corporal imaginable, cambiando la perspectiva hacia un problema de salud y educación.

Y es aquí donde entran en juego esos sentimientos fundamentales que comentábamos al principio, pues siempre vamos a encontrar a alguien con el suficiente amor por el dinero que arriesgue cualquier cosa (la vida, la libertad, etcétera), con tal de entrar al tráfico de las drogas y hacerse de inmensas riquezas que están siempre allí, esperando al ser humano (casi todos) suficientemente ambicioso para correr ese riesgo.

Por eso se nos hace casi incomprensible esa alharaca bíblica de guacamayas que ha provocado el arresto de un ex secretario de seguridad pública federal, considerándolo responsable en términos generales, por colaborar con el trasiego ilegal de drogas, cuando lo único que hizo el susodicho fue seguir el impulso perfectamente natural que le provocó uno de los cuatro sentimientos básicos que rigen la conducta humana. Punto.

Quienes conocen las profundidades existenciales del ser humano afirman que sólo prevalecen cuatro sentimientos básicos que gobiernan su conducta: el amor, el amor al dinero (o simplemente el dinero), la envidia y el miedo. Se aclara al despistado lector que, no es que los afectos enumerados sean los únicos que experimentamos, sin o que, si se leyó bien, son los que de manera última y fundamental determinan nuestro actuar social.

Sobre el amor y el dinero ni siquiera hacen falta disertaciones sesudas para comprender lo que estos autores nos tratan de decir, pues es una verdad de perogrullo, obvio, que ni siquiera necesita ser probada, para darnos cuenta de lo atinado de esta sencilla afirmación. Sobre la envidia y el miedo sí habrá que profundizar en los recovecos más escondidos de nuestra animosidad andante. Bastará por ahora dar por ciertas las conclusiones aludidas, y que cada uno analice meticulosamente lo que en el fondo mueve a odiar al vecino por entrometerse en nuestras vidas, como superficialmente podríamos creer, o si, en las profundidades espirituales de cada quién, aquél inexpresable sentimiento se gesta, por ejemplo, porque el mencionado tiene mejor casa que la nuestra o se acabó de comprar un vehículo nuevo, o bien, si ese desánimo de espíritu viene porque su hijo fue declarado el mejor alumno de la generación escolar. Finalmente, deberíamos analizar también en nuestro abismo sentimental aquéllas conductas que observamos simplemente por el temor que nos provoca la posibilidad de vivir una vida de pobreza, de ignorancia o de sumisión en el olvido. Inescrutables a veces parecen los senderos de donde emana nuestro cotidiano actuar.

En fin, todo viene a colación porque en esta sociedad hay personas o grupos que comprenden perfectamente las motivaciones más íntimas de sus miembros. En este preciso contexto, hay quienes han entendido que es tendencia histórica y cultural el que un gran porcentaje de la sociedad sea proclive a consumir algún tipo de droga, sin importar si estas son lícitas o ilícitas. Las razones de este comportamiento social habrá que encargárselas en otro momento a la antropología. Lo cierto es que esta realidad (la proclividad generalizada a consumir algún tipo de estimulante) se convierte en una gran posibilidad de negocio. Y si esa droga a consumir es declarada ilícita, el beneficio aumenta en términos de ganancia de una manera desmesurada.

Estamos ciertos que en algún momento a algún genio de las finanzas se le ocurrió que si, por ejemplo, se declaraba ilegal la marihuana, el poner un changarro con este giro generaría unos rendimientos estratosféricos, pues la lógica subyacente es elemental: la gente va a consumir y seguirá consumiendo marihuana, no importa si la prohiben o no; si esa planta se declara ilícita, entonces, para conseguirla habrá que pagar un precio significativamente más alto; si esto último sucede, la empresa que se dedique a ello será un negocio redondo.

Por lo anotado en líneas precedentes, y como paréntesis, desde siempre hemos creído que el único camino hacia la solución de la violencia y demás problemas relacionados con los estupefacientes es a través de la única vía racionalmente posible: el camino de la legalización de cuanto polvo y sustancia se meten las personas por cualquier orificio corporal imaginable, cambiando la perspectiva hacia un problema de salud y educación.

Y es aquí donde entran en juego esos sentimientos fundamentales que comentábamos al principio, pues siempre vamos a encontrar a alguien con el suficiente amor por el dinero que arriesgue cualquier cosa (la vida, la libertad, etcétera), con tal de entrar al tráfico de las drogas y hacerse de inmensas riquezas que están siempre allí, esperando al ser humano (casi todos) suficientemente ambicioso para correr ese riesgo.

Por eso se nos hace casi incomprensible esa alharaca bíblica de guacamayas que ha provocado el arresto de un ex secretario de seguridad pública federal, considerándolo responsable en términos generales, por colaborar con el trasiego ilegal de drogas, cuando lo único que hizo el susodicho fue seguir el impulso perfectamente natural que le provocó uno de los cuatro sentimientos básicos que rigen la conducta humana. Punto.