/ miércoles 22 de enero de 2020

Sueños guajiros (penales)

Hace poquísimos ayeres, para ser exactos, en el año 2008, se aprobó una reforma en materia de procedimientos penales que pretendía ser la quintaescecia del mundo de las modernidades democráticas. En este momento, si bien lo recordarán los lectores, se expidieron los instrumentos legales, consistentes en reformas constitucionales y un nuevo código de procedimientos penales con vigencia nacional, que vendrían a instaurar el sistema procesal más avanzado que conoce hasta ahora la abogacía andante y que intitularon con el calificativo de adversariales, etcétera.

Se nos dijo hasta el cansancio que si queríamos ser considerados como una nación no bananera, con una metodología penal que respetara los derechos humanos reconocidos por el Estado a través de la firma de cuanto convenio y tratado internacional les han puesto en las narices a los gobernantes de entonces; que se acataran por parte de los energúmenos cavernarios denominados como policías de cualquier realea, las garantías individuales consagradas en nuestra Carta Magna; que se tratara con dignidad a quienes son sometidos al llamado drama punitivo, y que, en fin, si queríamos ser vistos como pueblo medianamente civilizado por parte de eso que también llaman comunidad internacional (no sabemos qué es eso, a ciencia cierta), deberíamos implementar ese novísimo sistema de enjuiciamiento.

Soportamos, todos, cantaletas soporíferas que nos trataban de explicar a detalle y a ciencia cierta las características elementales de estas nuevas ordenanzas criminales: la oralidad, los principio de publicidad, contradicción, continuidad, concentración, inmediación, igualdad ante la ley, igualdad entre las partes, las características de juicio previo y debido proceso, la presunción de inocencia y la prohibición de doble enjuiciamiento, entre otros. Los juristas de este país se desvivieron y se develaron escribiendo tratados doctísimos donde nos exponían esta innovación legislativa. Los maestros de todas las facultades de Derecho, a lo largo y ancho del territorio, fueron debidamente capacitados, para así, poder abrevar y posteriormente transmitir a sus pupilos lo que habían entendido sobre el tema. Las nuevas generaciones de abogados, a su vez, fueron debidamente instruidos y hasta salones de juicios orales fueron construidos en las facultades de jurisprudencia, los mencionados, fueron capacitados por modistos y modistas que les enseñaron la forma correcta de vestir en un juzgado, con trajes Armani para arriba. Agentes del Ministerio Público y sus auxiliares, policías, etcétera, Jueces, magistrados y hasta ministros, fueron habilitados como operadores diestros y puestos para que este andamiaje legal funcionara. Se organizaron cientos de miles de cursos para también educar a los abogados litigantes de todas partes, los enseñaron a hablar en público y a decir, con fundamento y precisión, en un interrogatorio oral: “objeción”, como en las películas gringas de Hollywood. Muchos tomaron clases de actuación y de discurso y de cómo hacer que llorara su defendido a lágrima viva para demostrar una inocencia presumida.

Se gastaron billones de pesos en salas de juicios orales, equipamiento, capacitación, apertura de nuevos juzgados, etcétera, en un afán de convertir la organización de justicia penal en algo que se acercara a lo que vemos en los largometrajes de juicios en Estados Unidos e Inglaterra.

En una ocasión escribí que para lograr este anhelo, legítimo, sin duda, primero habría que superar todas las diferencias abismales que nos separan de la cultura anglosajona, comenzando por la parte de la ética, honestidad y lealtad que indebidamente se presuponía se practicaban en estas latitudes tercermundistas en toda su plenitud por parte de los llamados operadores del sistema, mentira fundamental sobre la que se creó esta estructura funcional.

¿Y todo para qué? Ya existe una propuesta de reformas constitucionales y legales que de hecho y de derecho derogan este modelo de justicia que despertarán a todos los mexicanos de estos sueños guajiros.

Hace poquísimos ayeres, para ser exactos, en el año 2008, se aprobó una reforma en materia de procedimientos penales que pretendía ser la quintaescecia del mundo de las modernidades democráticas. En este momento, si bien lo recordarán los lectores, se expidieron los instrumentos legales, consistentes en reformas constitucionales y un nuevo código de procedimientos penales con vigencia nacional, que vendrían a instaurar el sistema procesal más avanzado que conoce hasta ahora la abogacía andante y que intitularon con el calificativo de adversariales, etcétera.

Se nos dijo hasta el cansancio que si queríamos ser considerados como una nación no bananera, con una metodología penal que respetara los derechos humanos reconocidos por el Estado a través de la firma de cuanto convenio y tratado internacional les han puesto en las narices a los gobernantes de entonces; que se acataran por parte de los energúmenos cavernarios denominados como policías de cualquier realea, las garantías individuales consagradas en nuestra Carta Magna; que se tratara con dignidad a quienes son sometidos al llamado drama punitivo, y que, en fin, si queríamos ser vistos como pueblo medianamente civilizado por parte de eso que también llaman comunidad internacional (no sabemos qué es eso, a ciencia cierta), deberíamos implementar ese novísimo sistema de enjuiciamiento.

Soportamos, todos, cantaletas soporíferas que nos trataban de explicar a detalle y a ciencia cierta las características elementales de estas nuevas ordenanzas criminales: la oralidad, los principio de publicidad, contradicción, continuidad, concentración, inmediación, igualdad ante la ley, igualdad entre las partes, las características de juicio previo y debido proceso, la presunción de inocencia y la prohibición de doble enjuiciamiento, entre otros. Los juristas de este país se desvivieron y se develaron escribiendo tratados doctísimos donde nos exponían esta innovación legislativa. Los maestros de todas las facultades de Derecho, a lo largo y ancho del territorio, fueron debidamente capacitados, para así, poder abrevar y posteriormente transmitir a sus pupilos lo que habían entendido sobre el tema. Las nuevas generaciones de abogados, a su vez, fueron debidamente instruidos y hasta salones de juicios orales fueron construidos en las facultades de jurisprudencia, los mencionados, fueron capacitados por modistos y modistas que les enseñaron la forma correcta de vestir en un juzgado, con trajes Armani para arriba. Agentes del Ministerio Público y sus auxiliares, policías, etcétera, Jueces, magistrados y hasta ministros, fueron habilitados como operadores diestros y puestos para que este andamiaje legal funcionara. Se organizaron cientos de miles de cursos para también educar a los abogados litigantes de todas partes, los enseñaron a hablar en público y a decir, con fundamento y precisión, en un interrogatorio oral: “objeción”, como en las películas gringas de Hollywood. Muchos tomaron clases de actuación y de discurso y de cómo hacer que llorara su defendido a lágrima viva para demostrar una inocencia presumida.

Se gastaron billones de pesos en salas de juicios orales, equipamiento, capacitación, apertura de nuevos juzgados, etcétera, en un afán de convertir la organización de justicia penal en algo que se acercara a lo que vemos en los largometrajes de juicios en Estados Unidos e Inglaterra.

En una ocasión escribí que para lograr este anhelo, legítimo, sin duda, primero habría que superar todas las diferencias abismales que nos separan de la cultura anglosajona, comenzando por la parte de la ética, honestidad y lealtad que indebidamente se presuponía se practicaban en estas latitudes tercermundistas en toda su plenitud por parte de los llamados operadores del sistema, mentira fundamental sobre la que se creó esta estructura funcional.

¿Y todo para qué? Ya existe una propuesta de reformas constitucionales y legales que de hecho y de derecho derogan este modelo de justicia que despertarán a todos los mexicanos de estos sueños guajiros.