/ martes 5 de febrero de 2019

Solidaridad chilanga a toda prueba

Viví más de 30 años en la Ciudad de México. Ahí me tocó ver y experimentar todo tipo de incidentes. Dentro de éstos hubo algunos que llamaron vigorosamentemi atención, especialmente por el ingrediente de solidaridad social involucrado en éstos, proveniente de quienes viven en los barrios populares y de clase media de esa macro ciudad. Así, no vi pleito alguno en la calle sin que no intervinieran uno o más transeúntes, para separar a quienes peleaban; o todavía más encomiable: se metían para contener a quienes estuvieran dando una golpiza a otro.

Y no fue sólo que uno haya tenido buena suerte para avizorar esa situación en los temblores –que, lamentablemente, cada vez son más frecuentes –en especial el del 19 de septiembre de 1985, en el que me tocó presenciar gran cantidad de grupos de ciudadanos organizados motu propio hurgando incansablemente entre los escombros que había dejado el gran temblor y sus secuelas, hasta encontrar personas todavía con vida o, cuando menos, los cuerpos de las víctimas del devastadorterremoto.

Pero incluso cuando he tenido contingencias en esa ciudad, como la pinchadura de una llanta, me ha conmovido la solidaridad de la gente al respecto. En unos de los casos que me tocó a mí ser víctima –ocurrido ya hace años –fue en plena Avenida Universidad cuando se me ponchó una llanta y, primero, personas que estaban esperando el autobús urbano se acercaron a mí para ayudarme a mover el automóvil hacia un área fuera del flujo vehicular y cerca de una banqueta, para que no estorbara el tránsito, y, segundo, y más conmovedor para mí, un taxista se paró detrás de mi automóvil y me ayudo a quitar la llanta y a colocar la de repuesto.

Para esto, él tomó la iniciativa de quitar la llanta averiada y poner la otra, en tanto yo sólo platicaba de la dificultad de hacer eso frente al torrente interminable de tráfico. Él, por su parte, quitaba con destreza la llanta averiada y colocaba la de repuesto. En mis adentros, en tanto, yo intentaba calcular cuánto me iba a cobrar por esa, sin duda, muy importante ayuda.

Terminó el taxista su encomiable auxilio, y de inmediato le inquirí: “¿Y cuánto le voy a deber ‘jefe’? De inmediato me respondió: “Nada”. Y me espetó una muy interesante perorata de lo que era la solidaridad, de que, si no la había, íbamos a terminar “como perros y gatos”. Entre otras frases que recuerdo me soltó, y que he integrado a mi vocabulario, es la de “si no nos ayudamos entre nosotros, nadie más lo va a hacer”.

En ese tenor, aparece, por ejemplo, de manera muy reciente un video de una joven atacada por un malhechor. Al ver lo ocurrido, un grupo de espontáneos aparece para perseguir al agresor. El sujeto se dio a la fuga en una camioneta, sin consumar el secuestro de la joven.

Solidaridad es, sin duda, uno de los paliativos para la inseguridad del presente.

Viví más de 30 años en la Ciudad de México. Ahí me tocó ver y experimentar todo tipo de incidentes. Dentro de éstos hubo algunos que llamaron vigorosamentemi atención, especialmente por el ingrediente de solidaridad social involucrado en éstos, proveniente de quienes viven en los barrios populares y de clase media de esa macro ciudad. Así, no vi pleito alguno en la calle sin que no intervinieran uno o más transeúntes, para separar a quienes peleaban; o todavía más encomiable: se metían para contener a quienes estuvieran dando una golpiza a otro.

Y no fue sólo que uno haya tenido buena suerte para avizorar esa situación en los temblores –que, lamentablemente, cada vez son más frecuentes –en especial el del 19 de septiembre de 1985, en el que me tocó presenciar gran cantidad de grupos de ciudadanos organizados motu propio hurgando incansablemente entre los escombros que había dejado el gran temblor y sus secuelas, hasta encontrar personas todavía con vida o, cuando menos, los cuerpos de las víctimas del devastadorterremoto.

Pero incluso cuando he tenido contingencias en esa ciudad, como la pinchadura de una llanta, me ha conmovido la solidaridad de la gente al respecto. En unos de los casos que me tocó a mí ser víctima –ocurrido ya hace años –fue en plena Avenida Universidad cuando se me ponchó una llanta y, primero, personas que estaban esperando el autobús urbano se acercaron a mí para ayudarme a mover el automóvil hacia un área fuera del flujo vehicular y cerca de una banqueta, para que no estorbara el tránsito, y, segundo, y más conmovedor para mí, un taxista se paró detrás de mi automóvil y me ayudo a quitar la llanta y a colocar la de repuesto.

Para esto, él tomó la iniciativa de quitar la llanta averiada y poner la otra, en tanto yo sólo platicaba de la dificultad de hacer eso frente al torrente interminable de tráfico. Él, por su parte, quitaba con destreza la llanta averiada y colocaba la de repuesto. En mis adentros, en tanto, yo intentaba calcular cuánto me iba a cobrar por esa, sin duda, muy importante ayuda.

Terminó el taxista su encomiable auxilio, y de inmediato le inquirí: “¿Y cuánto le voy a deber ‘jefe’? De inmediato me respondió: “Nada”. Y me espetó una muy interesante perorata de lo que era la solidaridad, de que, si no la había, íbamos a terminar “como perros y gatos”. Entre otras frases que recuerdo me soltó, y que he integrado a mi vocabulario, es la de “si no nos ayudamos entre nosotros, nadie más lo va a hacer”.

En ese tenor, aparece, por ejemplo, de manera muy reciente un video de una joven atacada por un malhechor. Al ver lo ocurrido, un grupo de espontáneos aparece para perseguir al agresor. El sujeto se dio a la fuga en una camioneta, sin consumar el secuestro de la joven.

Solidaridad es, sin duda, uno de los paliativos para la inseguridad del presente.